Café con orégano • (conversación)

Linda Esperanza Aragón | @lindaragonm



Silvana y yo volvimos a encontrarnos después de dos largos años. Nos vimos, como siempre, en su casa, en pleno diciembre, cuando la brisa indomable juguetea a su antojo con Santa Marta, capital del Magdalena, en el Caribe colombiano. Mi querida amiga, Silvana Victoria de Andréis, de setenta y tantos años —como dice ella— asegura que adora estar en su casa, ubicada en el emblemático barrio El Libertador, y que no contempla la idea de salir de su ciudad natal. La entiendo: quién va a querer salir de su acogedora y fresca morada, rodeada de árboles inmensos que se dejan zarandear por la brisa díscola —a la que, con justa razón, los samarios llaman “la loca”—, esa misma que no se cansa de hacernos compañía en la terraza, ni de enredarnos los cabellos, ni de llevarse las palabras en plena conversa y hacernos repetir las frases.

Cuando invito a Silvana a mi casa, en Barranquilla, ciudad vecina de Santa Marta, me dice:

¡Nombe!, no me muevo de mi casa. Mejor ven tú. Esta es tu casa también.

Y es cierto: siempre he sentido su casa como mía. Recuerdo que llegué allí en el 2018. En ese año, surgió un proyecto que me exigía mudarme a Santa Marta y estaba buscando dónde vivir durante un semestre. Como es una ciudad pequeña, la recorrí casi toda. Busqué y busqué casas y apartamentos en varios barrios, pero no me sentía cómoda ni lograba adaptarme. Por fortuna, coincidí con su casa. La primera vez que entré noté la frescura y tranquilidad. Me sentí a gusto y supe que sí me amañaría con facilidad. Al ver a Silvana y conversar, me convencí también de que podía confiar en ella, que allí podía ser libre y que nos llevaríamos muy bien. En ese momento nació nuestra amistad.

En varias temporadas, cuando me ha tocado quedarme en Santa Marta por asuntos de trabajo, me he hospedado en su casa. La última vez fue en el 2022, sin embargo, la institución a la que estaba vinculada me permitió después laborar de manera remota, por lo que regresé a mi casa, en Barranquilla. Desde entonces no nos habíamos visto. Por una cosa u otra, no fluía el reencuentro, ¡pero, al fin, nos volvimos a ver y nos abrazamos!

Cada vez que coincidimos es como si el tiempo se hubiese parado. Retomamos la conversación justo desde donde la dejamos. Me quedo embelesada escuchando sus historias de cuando vivió por más de dos décadas en Bogotá, desde 1977 hasta el 2006.

Cuando estoy con Silvana prefiero convertirme en oídos y solo picarle la lengua. No importa que la anécdota me la haya compartido mil veces, adoro que me la vuelva a contar. Es que su acento caribeño —del que no se desarraigó— y su voz pausada y sutil resultan ser pan pa’l corazón, me emocionan inevitablemente.

Son anécdotas que me habría gustado vivir, y cuando me las refiere me provoca pedirle a la vida que me abra el portón del ayer para viajar en el tiempo y ser testigo de esas escenas y encuentros con personajes que fueron parte de su juventud.

En esta ocasión, antes de contarme las anécdotas, expresa:

—A mis setenta y tantos años guardo espacio en mi memoria para lo que realmente importa.

—¿Qué atesoras?

—Ya sabes que fui al concierto de Rubén Blades y Willie Colón en la caseta La Saporrita que quedaba en Barranquilla, era 1977.

—Y sé que también viste a dos grandes de la música caribeña en Bogotá —añado.

—Así es. Eran Totó La Momposina y Petrona Martínez. Las dos compartieron el mismo escenario, eso fue en un sitio cultural bogotano.

—A Totó la vi en Barranquilla, a finales del 2017, pero no he tenido la oportunidad de verlas a ambas en un mismo escenario. ¡Ojalá!

—Yo quisiera que todo el mundo tenga esa posibilidad de conocer toda la música, todo el cine, el teatro. Cómo cambia la vida, cómo se ve de diferente.

Silvana perfuma su casa con inciensos de mandarina y pomelo, un olor placentero que dan ganas de comerlo. Luego, se dirige a la cocina y pregunta:

—¿Quieres tinto?

Respondo que sí se me apetece un tintoasí le decimos los colombianos al café negro. El olor cítrico del incienso es exquisito, aunque no hay como el del café. Ambos compiten en el ambiente, sin embargo, la mezcla aromática es agradable.

Después de darle el primer sorbo, me causa curiosidad el sabor del tinto que me brinda Silvana:

—¡Jamás lo había probado así! Delicioso. ¿Cuál es el truco para que quede tan rico?

—Me alegra que te haya gustado. Bueno. Además del café molido y del agua, le puse una hojita de orégano.

—Sil, sabes, cuando te conocí no tomaba café. Lo empecé a tomar hace un año, y fue gracias a mi mamá: ahora que trabajo de manera remota paso más tiempo en casa, y cuando ella me visita me brinda tinto en la mañana y nos ponemos a conversar en el patio un rato, antes de desayunar.

—No sabes de los tintos que te perdiste cuando vivías aquí —contesta y se ríe con picardía.

—Pero hoy probé el primero, de tu autoría, de tantos que me voy a tomar aquí contigo.  

Nos unen diversas emociones, gustos, el amor por el Caribe, costumbres, maneras de pensar sobre la vida —y, ahora, el café con notas de orégano—, pero, especialmente, somos aliadas en una causa común: amamos la salsa clásica, la vieja. Es lo que ameniza nuestros encuentros siempre.

Mientras echamos cuento, jugamos parqués juego en el que casi siempre me gana—, escuchamos salsa, tomamos café y nos envuelve el aroma de mandarina y pomelo.

—Siento una alegría insondable ahora. Estos son los momentos que me saben a victoria, Silvana Victoria —confieso.



Intento tomarle una fotografía, sin embargo, Silvana es esquiva, le huye a la cámara y se cubre la cara con la mano. Pocas veces la he podido fotografiar y suele ser en momentos en los que está distraída acariciando a su gata Ramona o tocando el bongó, instrumento con el que acompaña las canciones que van sonando. A veces las tararea.

—Me echo sola unos bailes bárbaros en la sala de esta casa —revela.

Entonces baila y aplaude al tiempo que suena Buscando guayaba, de Rubén y Willie. Y canta el coro:

—Buscando guayaba ando yo, que tenga sabor, que tenga mendó…

Luego deja de bailar, se sienta en un murito de la casa y mima a Ramona.



—Pero no solo bailo, lloro también con lo que veo en las redes sociales y los noticieros de la televisión. A medianoche, sintonizo las noticias, lloro y pego gritos. No soporto tanta injusticia y maldad — agrega.

—Estamos patas arriba.

—También lloro a los que se han ido. Hace poco, por ejemplo, lloré a Leonor “La Negra Grande de Colombia” González Mina —declara, se queda mirando lejos y se torna triste. 

Para animarse un poco, retoma sus vivencias en Bogotá y me cuenta:

—Tú no sabes que en Bogotá había un sitio cultural que se llamaba Arte y Cerveza. Lo visité mucho, ahí conocí gente espléndida. Con el tiempo, comenzamos a llamarlo jarte cerveza. Nos citábamos en ese lugar y decíamos: nos vemos en jarte cerveza.

Nos morimos de la risa. Y continúa:

—Pero una de las mejores experiencias que he vivido ha sido compartir la misma mesa con Mercedes Sosa en una churrasquería, en Bogotá. Tuve la fortuna de conocer amigos de la escena cultural que me acercaron a esas experiencias inolvidables.

El café se acaba y Silvana sirve dos tazas más. Ni el aroma de mandarina y pomelo ni el del café logran hacer que olvidemos el olor de la guayaba, un olor que nos conecta como caribeñas y que nos evoca la canción en la que se escucha el célebre solo de boca de Rubén Blades.

Silvana es una bohemia confesa que trabajó por más de veinte años en el mundo corporativo como oficinista, pero nunca les fue infiel a su estilo y manera de ser. Tampoco le falló a la noche: después del trabajo se reunía con sus amigos o iba al cine.

—Nunca llevé tacones, ni maquillaje, ni uñas pintadas. No me peiné jamás, hasta el sol de hoy luzco mi pelo suelto sobre los hombros y no me lo amarro. Es más, yo misma me lo corto. Me gusta andar en bluyín, en tenis o, cuando toca, en mocasines.

—¿Alguien del trabajo te criticó por tu manera de vestir?

—Sí. Una vez se me acercó una compañera y me sugirió que me arreglara, que vistiera más formal. Me negué. Creo que ella me veía tan libre y feliz que le daba envidia —sonríe.

—Adorabas tu trabajo, ¿cierto?

—Mucho. Tuve la dicha de convivir con personas chéveres en ambientes tranquilos.

—¡Qué suerte, Sil!

—Trabajé en una entidad que, en el primer piso, tenía una sala de cine a la que fui bastante. Vi películas extraordinarias, creo que eran independientes. Todas me encantaban, pero la que más me tocó fue ¿Quién puede matar a un niño?

—¿Por qué te tocó?

—Porque es muy fuerte. Eran unos niños que mataban a los adultos, es fuerte.

—Uy, tremenda película. Tengo que verla y comentarla contigo.

—Ajá...

—Oye, Sil, siempre hablas con alegría de ese trabajo.

—¡Total! Y, entre otras cosas, te cuento que Celia Cruz y Matilde Díaz eran muy amigas. En ese entonces, Matilde estaba casada con Alberto Lleras Puga, él era un ejecutivo importante en esa entidad, donde yo trabajaba. Cuando Celia llegaba a Bogotá, ¡imagínate!, llamaba allí. Varias de mis compañeras respondían las llamadas. A mí me tocó coger el teléfono una vez y escuché su voz.

—¿En serio? ¿Qué decía Celia?

—Avisaba que había llegado a Bogotá y nos pedía que le informáramos a Matilde sobre su visita a la ciudad para encontrarse.

—Qué maravilla poder escuchar la voz de Celia, aunque solo sea para dejar un breve mensaje.

—También recuerdo un concierto que Celia dio en Bogotá… Yo vivía cerca del lugar en el que estaba cantando, y hasta allá llegaba su voz, lograba escucharla... Cantó como por tres horas el coro de Bemba colorá. ¡Magnífico!

—¡Qué envidia!, de lo que me perdí. Oye, ¿y el ahora también es magnífico?

—Por supuesto. Me gusta mi vida aquí en Santa Marta. Soy feliz junto a mis gatos Ramona, Black y Mono. Escucho la música que quiero, canto y toco mi bongó.

—Así lo percibo. Te siento feliz aquí.

—Me mandaron una grabadora recientemente, y estoy feliz oyendo mi música que hacía como veinte o más años no oía.

—¿Qué música es?

—Toda mi música que yo grabé en casetes. Tengo de todo, nueva trova… Tengo que ir poniendo y recordando, porque casi ningún casete está marcado.



Respecto a la permanencia innegociable en su terruño amado y caribeño, me atrevo a preguntarle:

—¿Alguna vez pensaste en irte del país?

—Una vez pensé en mudarme a España, no sé, quería explorar otras cosas, pero cuando estuve a punto de comprar los tiquetes me arrepentí. No me fui.

—¿Se te pasó la idea de irte?

—No se me pasó, renuncié a la idea, y para siempre. Después de vivir varios años en Bogotá y de regresarme a Santa Marta, no quiero irme a ninguna parte. Me siento muy caribe. Sí, prefiero decir que soy caribe en vez de caribeña, me gusta más.

Ahora suena Siembra de Rubén y Willie—, sigue oliendo a mandarina con pomelo, el sabor del café permanece en mi boca, la brisa incorregible lo mueve todo alrededor, las risas continúan naciendo y la hora de retornar a Barranquilla me respira en la nuca. Y yo, a sabiendas de que se va a negar, vuelvo a hacerle la invitación a Silvana:

—Ve a Barranquilla y me visitas…

—Te espero aquí —replica.

Cuando me regreso en el último bus que sale de Santa Marta a Barranquilla llueven las nostalgias a cántaro. No quisiera irme.

Así como Silvana guarda en su memoria fértil y generosa lo que es importante, mis encuentros con ella tienen su lugar asegurado en la mía. Y por más que busque cafés oreganados con sabor y mendó, sé que solo los encontraré donde mi amiga samaria.

Volveré y sembraremos más conversas y nostalgias que ni la brisa loca podrá llevarse.

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