Flagelantes de Santo Tomás: "aquí está tu hijo"
Linda Esperanza Aragón | @lindaragonm
En Santo Tomás, Atlántico, municipio ubicado
en el Caribe colombiano, las
personas se flagelan por la salud propia o de los familiares. Le llaman “pagar
una manda”. Se trata de una promesa que hacen directamente a Jesús de Nazaret.
Los devotos establecen la cantidad de años que flagelarán. Se conceda el
milagro o no, es un pacto sagrado que deben cumplir cada Viernes Santo.
Anteriormente la flagelación, que surgió en los siglos VI y VII en los conventos y monasterios en Europa, era
practicada desde otro sentir y con otro propósito por monjes: ellos buscaban
reprimir las tentaciones y los placeres de la carne. Después fue practicada por
todas las clases sociales desde el siglo XII hasta el siglo XVII y se extendió
en países europeos como Italia, Países Bajos, Francia y España.
En ese tiempo había pestes, veranos e inviernos
intensos, hambruna y enfermedades. Era un período de miedo. Ante esas
circunstancias, los impulsores de la flagelación aseguraron que un ángel había
traído una carta del cielo que indicaba que esas desgracias eran consecuencias
del mal comportamiento y que la única forma de salvarse era flagelándose.
En 1777, algunas congregaciones católicas y los
gobernantes prohibieron la flagelación pública al notar que no solventaba los
tiempos difíciles. Por otro lado, la
flagelación se introdujo en América Latina durante la evangelización de las
comunidades indígenas a través de los franciscanos, dominicos, jesuitas y
agustinos, partidarios de esta práctica.
Los agustinos lograron traerla a Colombia en 1681,
específicamente a Cartagena. En el Atlántico el primer municipio que la
practicó fue Malambo, y, más adelante, surgió en Santo Tomás.
Desde entonces la flagelación
se ha preservado en esta población por diversos años aun sin la aprobación de
la Iglesia católica, cuyos portavoces recalcan que “se debe flagelar al pecado
orando en la intimidad, no al cuerpo”. Sin embargo, los flagelantes defienden
su experiencia religiosa y manifiestan que “ir a misa y ayunar no bastan porque
tienen la necesidad de asolearse, caminar descalzos y sentir la disciplina (el
látigo) en el cuerpo y agradecer”.
Llevando sus rostros cubiertos con el capirote (que les brinda intimidad), el pollerín que roza sus tobillos y la disciplina en movimiento, los flagelantes inician su recorrido en el Camino de Becerra, en el paraje llamado Caño de las Palomas; pasan por la calle de la Amargura y encuentran varias cruces en las que se inclinan y rezan.
El látigo con el que azotan la espalda les hace sentir un dolor que se alimenta de la fuerza y la fe.
Las magulladuras son cortadas
con una cuchilla, para reducir la hinchazón. Las siete cortadas en la espalda
hacen alusión a los seis viernes de la Cuaresma y al Viernes Santo.
Los
flagelantes van acompañados por guías, compañeros de confianza que velan por su
bienestar en el camino, cuidan cada paso que dan y verifican que la disciplina
golpee el lugar adecuado de la espalda para que estos no se lesionen.
Algunos guías les ofrecen
a los flagelantes alcohol; hay quienes prefieren no consumirlo mientras pagan
la manda.
Para los flagelantes esto no
es una tortura, lo asumen como un acto personal dedicado a Jesús de Nazaret.
“Si es otro el que le pega a uno, entonces eso sí sería una tortura; pero si es
uno mismo el que se pega, no lo es”, dicen. Entre ellos existe un regla sagrada
e irrompible: ningún flagelante debe atravesarse en el camino del otro, cada
uno tiene su espacio y su tiempo; no se trata de una competencia.
De tanto golpearse las carnes se duermen. Lo que no se duerme es el sol que calienta el suelo; los pies sufren, se flagelan también.
No hay una cifra exacta que determine la cantidad de flagelantes, se sabe cuántos son el mismo Viernes Santo. Alrededor de los flagelantes también transcurren penitencias como el brazo de la amargura, los nazarenos, los fariseos, entre otras.
Después de casi
dos horas, el recorrido de los flagelantes termina en la ermita llamada Cruz
Vieja.
Su estricta vestimenta (el
pollerín, el capirote y el látigo o la disciplina), la gratitud, la fe y el
andar parsimonioso y riguroso son fundamentales en este ritual que les permite
comunicarse con Jesús de Nazaret sin intermediarios, una tradición que muchos aseguran
que está lejos del fin.
“Aquí está tu hijo” es la frase que más expresan algunos flagelantes antes de iniciar su recorrido, un arduo itinerario observado por paisanos y visitantes como si fuese un desfile carnestoléndico en medio de comidas típicas, música y alcohol.
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