Palenque late en los cinco sentidos
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Linda Esperanza Aragón | @lindaragonm
Las voces y los sonidos
de la cotidianidad de San Basilio de Palenque semejan un diálogo de tambores.
En cada calle, esquina, bordillo, tienda, estadero, patio y terraza África está
presente; se entreteje en el sentir de esta población bolivarense ubicada en
el Caribe colombiano.
Bernardino Pérez
Miranda, historiador palenquero, tuvo razón cuando me dijo: «A Palenque hay que
llegar con los ojos cerrados para poder sentir en todo su esplendor sus
sabores, olores, sonidos y texturas».
Si se trata de los
sabores y los olores, pues no encuentro aún las palabras para describir los
platillos que me brindó la señora Neis Pérez Márquez, una extraordinaria
cocinera de Palenque. Cuando uno pone los pies allí, Neis abre las puertas
de su corazón y las ventanas del cielo de la sabrosura. No dejó de decirme:
«Siéntete como en tu casa. Es más, si quieres quédate con las llaves y con las
escrituras». La confianza brotó con naturalidad y logré, de verdad, sentir su
espacio como mi hogar.
La mojarra frita, la
carne guisada y el chicharrón de cerdo más deliciosos que he comido los que
preparó la señora Neis. Las porciones eran enormes: la mojarra, por ejemplo, no
cabía en la bandeja de loza. «Palenquero que se respete come bastante; el que
come poco no tiene fuerza. La fuerza está en la comida. Recuerdo que en el
funeral de mi padre prepararon un bulto de arroz y mataron una ternera», me
contó al tiempo que cocinaba en el patio.
No tiene que
añadirles Don Sabor ni Ricostilla ni Maggi a sus preparaciones porque la buena
sazón corre por sus venas y supera a esos condimentos artificiales. Cuando le
pregunté ella me contestó: «Yo le pongo amor a la comida. No me gusta comprar
sazonadores de esos, prefiero preparar guisos sabrosos con ajo, tomate, ají
dulce, cebolla. La sazón va en la sangre. Yo tuve la oportunidad de conocer las
recetas de mi mamá. Tampoco me gusta comprar el jugo artificial que llaman
Naranyá. La gente quiere todo rápido, y la comida toma su tiempo para poder
deleitarla caliente con la familia y amigos; porque la comida se disfruta
caliente».
Así como doña Neis
pone amor a sus platillos y conversa con quienes la rodean mientras el fogón
está en todo su esplendor, Elida Cañate, a quien llaman «La Reina del Kongo»,
pone todo su amor a los peinados. Con el paso del tiempo ha aprendido a
identificar la textura y el brillo de las melenas de cada persona que la
visita: «Nos peinamos en comunidad, no en soledad, pues los peinados son una
forma de comunicación. No es hacer un peinado por hacerlo, hay una motivación y
una inspiración», aseguró.
Desde el más viejo
hasta el más joven se hace trenzas en Palenque. Cada día se alimenta la
identidad comunitaria: conversan y se hacen peinados… Pero no solo en el local
de «La Reina del Kongo», sino también en las calles, las terrazas, las esquinas
del pueblo. Aquí los cinco sentidos se mantienen despiertos: la música no cesa,
los paisajes son inigualables, las manos no se cansan de contar historias con
el cabello, la comida conquista el paladar y se saborea hasta el máximo goce,
así como se saborean las palabras en cada charla.
Se usa en la vida
cotidiana el término despectivo «pelo malo» para referirse al cabello afro,
pero el cabello es identidad y es territorio: tiene un significado ancestral. Elida,
quien comenzó haciendo trenzas desde muy niña, lo tiene claro en su memoria:
«El cabello no es malo, no ha matado a nadie. Es un aliado de la libertad. En
él hacían rutas de escape las personas esclavizadas, y guardaban semillas. Y
pienso que alisarse el pelo es otra forma de esclavitud. Hagan lo que hagan, el
cabello volverá a crecer afro».
Si los peinados son
la celebración en vida de la conexión con las raíces africanas, el lumbalú es la celebración del
retorno del alma a la madre África. En este ritual funerario conviven la
religiosidad, la comunidad, la libertad y la memoria colectiva.
«La primera etapa
del lumbalú se da desde la
concepción del niño, y sigue con los diferentes oficios, porque para disipar
los malestares del cuerpo hay que cantar en cada oficio de la vida cotidiana.
Continúa en la época en que la persona entra en agonía; allí empieza el enfermo
a tener un contacto directo o comunicación con el más allá, bien sea para
quedarse o para acelerar el proceso de partida», me explicó el historiador
palenquero Bernardino Pérez Miranda.
Los años pasan y
el lumbalú no se marchita.
Sigue siendo alimento para el alma. Bernardino describió con palabras precisas
lo que significa morir para la comunidad palenquera: «Morir es un placer porque
nos vamos a un reencuentro con nuestros ancestros».
En Palenque el
asombro de estar vivo también es placentero. Cada mañana los habitantes se
saludan y se dan los buenos días. Se olvidan de la prisa cuando surgen los
abrazos, que son un encuentro con la vida. Y eso lo comprobé cuando presencié
uno entre la señora Rosalía Valdez y José Valdez, cantador y pregonero: se
abrazaron en plena calle como buenos amigos, cerraron los ojos, y el abrazo
duró…
Antes de ese abrazo
José, a quien todos llaman «Panamá», estaba en la terraza de su casa
cantando Cortaron a Elena, y
para proyectar mejor la voz se colocaba la mano cerca de su boca. Quería que
todo el pueblo lo escuchara. Estaba contento de hallarse despierto esa
mañana.
La comida, el
cabello, la música y los abrazos tienen sus texturas y sus brillos. Son formas
de existir, de latir y de conectarse con el otro. Las tradiciones son las
entrañas de la herencia cultural africana que no ha muerto aquí. Porque si
muere no sería la celebración de un viaje hacia la madre África; sería esta la
fiesta del olvido rotundo.
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