Mi manera de estar despierta
#RelatoEnPrimeraPersona
Pienso en la muerte cada día. Todavía estoy joven, aún no llego a los treinta, pero me asusta perder mis
cinco sentidos. No me imagino sin poder oler, tocar, escuchar, degustar,
¡carajo!, y sin poder ver. Qué agónico es pensar en eso. Es tanta la zozobra
que he llegado a ensayar cerrando los ojos y conteniendo la respiración: la
verdad es que no paso de los cinco segundos (cómo se nota que no medito).
Poco a poco he ido encontrando refugios
para olvidarme por un rato de ese agobio. Pensar en eso me da más calor, más
del que me envuelve en mi querido Caribe. ¡Ay!, Caribe, para mitigar ese
desasosiego me fijo en tu cotidianidad y no me canso de explorar tus tradiciones,
costumbres, personajes y cultura popular. Entender que un verdadero viaje no consiste
en irse lejos, sino que también es conocer el pueblo más cercano, o dejarse cautivar
por los sonidos del barrio es la seducción más hermosa que me conduce a
escribir y a fotografiar lo cotidiano para descifrar dónde tengo los pies
puestos. Escribir con las letras y la luz me motiva a recorrer incontables
caminos y a cambiar de ojos.
Sigo el consejo de Hemingway: “Nunca
viajes con alguien a quien no ames”, por eso no me desprendo ni de la cámara,
ni del lápiz, ni de la agenda. Narrar lo que me rodea, mi aldea, como decía
Tolstoi, me aleja de creer que lo sé todo porque he viajado mucho y me acerca a
ser más franca conmigo misma para reconocer que cada día aprendo algo.
La escritura
me fascinaba desde muy niña: les escribía cartas a mis papás en fechas
especiales y para pedirles los regalos en Navidad. En la universidad me gozaba
cada párrafo a la hora de construir los libretos en las clases de radio y las
crónicas viajeras en las clases de periodismo escrito. A lo que nunca imaginé
aferrarme fue a la fotografía. Nunca la busqué. Recibí clases en la
universidad, pero asistía sin emoción.
Recuerdo que en la infancia el único
contacto que tuve con la fotografía fue con los álbumes familiares y con los
fotógrafos que iban a las fiestas patronales de mi pueblo a registrar los
bautizos y matrimonios.
Pero, con el paso del tiempo, la
fotografía me sorprendió: hace algunos años debía cruzar el río Magdalena cada
semana para acudir al trabajo en un municipio ribereño. Ante semejante torrente
supe que no podía seguir viajando con los brazos cruzados, me pasó lo mismo que
a Florentino Ariza en El amor en los
tiempos del cólera, quien se divertía viendo desde las escolleras a los
pescadores con grandes chinchorros y a la pandilla de niños nadando.
Dejé ir varias historias y escenas por
no tener fuerza en la mirada y no tomar la decisión de sacar el celular y hacer
la foto. El trayecto se hacía cada vez más rutinario, pero el río iba entrando
suavecito en mi mirada y la fotografía me seguía coqueteando. Ahorré poco a
poco y compré mi primera cámara réflex. Desde entonces, el viaje no era el mismo y comencé a
obturar.
Allí empezó todo y me abordó un
manojo de preguntas, las mismas que alguna vez se planteó el fotógrafo Paul
Graham: “¿Me lanzo a andar por la calle y hago fotos a extraños?, ¿hago una
fotonovela entre mis amigos?, ¿fotografío solo a mis allegados, a mi familia, a
mí? O quizás debería solo fotografiar paisajes, las rocas, los árboles; ellos
no se mueven, ni se quejan, ni te hacen esperar. ¿Las casas antiguas?, ¿las
casas modernas?, ¿me voy al otro lado del mundo a las zonas de conflicto o a la
tienda de la esquina, o ni salgo de mi cuarto?”.
Decidí
narrar al Caribe, el lugar en el que nací y vivo. Su luz y cultura me
cautivaron y me dediqué a la fotografía documental. Hoy soy lo que describió
alguna vez Susan Sontag: “El fotógrafo es una versión armada del paseante
solitario que explora, acecha, cruza el infierno urbano, el caminante voyerista
que descubre en la ciudad un paisaje de extremos voluptuosos. Adepto a los
regocijos de la observación…”.
Mi lente también ha estado frente a
ganadores del Premio Nobel de Paz, corruptos, expresidentes, artistas
reconocidos, hospitales abandonados, mercados públicos, cuerpos de agua,
personas que viven del rebusque, fiestas tradicionales, pueblos recónditos y ciudades
inmensas. Trato de narrar los peligros y las esperanzas que rodean nuestra
existencia a través de un arma poderosa que depende de la luz y de la sincronía
entre la mente y las emociones; de un arma que puede ayudarnos a no caer en el
olvido como lo hizo el fotógrafo L.B. Jefferies en el filme La ventana indiscreta, que se aferró a su cámara para no
sucumbir.
Me dedico a escribir y a fotografiar, sin embargo, no es fácil vivir de este oficio, por eso también trabajo en el área de comunicaciones audiovisuales de una institución y me toca cumplir con tareas y jornadas específicas, pero no abandono los viajes y las historias: organizo mis tiempos y llevo a cabo mis proyectos independientes en los que soy plenamente libre. Escribir y fotografiar, dos actividades
que puede hacer todo aquel que cuente con lápiz y papel (o Word) y con una cámara (hasta con la del teléfono móvil). Yo trato de hacerlo en serio, con el corazón y de la mano con la disciplina. Trato de contar
historias para la memoria. No me interesan los relatos inmediatistas que van a
parar al olvido.
Evitar pestañear para no perderme de
una historia interesante me mantiene viva, es mi manera de estar despierta. Narro
lo que me sacude y me identifico con la visión de Graciela Iturbide:
“Cuando estoy fotografiando soy íntegra y fotografío lo que me conmueve, lo que
me da sorpresa. La cámara es un pretexto para conocer la vida y aprender de los
lugares a los que voy”.
Si no miro ni escribo me gana la muerte y me olvido de la maravilla de poder despertar cada día, del asombro de estar viva. Los invito a mirar.
Haz clic en la foto y desliza.
Bailar para sudar nuevas y viejas nostalgias. Barranquilla, Atlántico. 2020. |
Arepas para las hambres de la soledad. El Totumo, La Guajira. 2022. |
¿Puede crecer una palmera en el alma? Rincón del Mar, Sucre. 2021. |
Hoy bailamos, mañana no sabemos. Bomba, Magdalena. 2022. |
Abundancia. Lorica, Córdoba. 2021. |
Arisco. Bomba, Magdalena. 2020. |
Días que pesan. Calamar, Bolívar. 2017. |
Por más que quiera, el abanico jamás imitará a la brisa caribeña. Rincón del Mar, Sucre. 2021. |
La brisa genuina que seca los trapos. Bomba, Magdalena. 2017 |
La vida a veces es un carnaval. Barranquilla, Atlántico. 2019. |
El agua es ventana y espejo. Bomba, Magdalena. 2022. |
Penitente del Viernes Santo. Santo Tomás, Atlántico. 2022. |
La vida. Barranquilla, Atlántico. 2019. |
Combatir el aburrimiento. Cerro de San Antonio, Magdalena. 2019. |
El tiempo siempre anda más rápido. Bahía Honda, Magdalena. 2017. |
La vejez no es para cobardes, dice la mirada. Piedras Pintadas, Magdalena. 2019. |
Infancia anfibia. Bomba, Magdalena. 2020. |
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