La fiera triunfante: un álbum familiar picotero
Linda Esperanza Aragón | @lindaragonm
Desde muy joven no le tuvo miedo a
agarrar el machete por la cacha. Ayudaba su padre en los quehaceres del campo y
aprendió de él a sudar para conseguir el pan, a amenizar la jornada con la
radio y a juntar la voluntad con el deseo para no acostumbrarse a perseguir al
azar.
Chaparro, bigotudo, medio calvo —pero
con pelo en pecho— y blanco, tan blanco que quienes lo veían pasar por calles
alejadas de su terruño murmuraban: “Ese tipo es cachaco”. Y no, mi abuelo
Héctor Muñoz no era cachaco: nació en Heredia, Magdalena, corregimiento
bordeado por el río Magdalena. Era herediano.
Cuando ya era un hombrecito responsable y trabajador, alistó su corazón para encontrar a la mujer que lo acompañaría hasta el final. Su truco para enamorar era el de cambiar un billete por billetes menudos para que la cartera se le engruesara. Pero con Ana Rosa de la Hoz —mi abuela— le resultó falible, optó entonces por dedicarle rancheras. Eran largas horas de música y coqueteo. Pasaban las semanas y el tipo se hacía más persistente; le tocaba pensar cuál iba a ser la programación del día, con el fin de no repetir. Insistió e insistió hasta salirse con la suya: Ana se enamoró a lo mexicano, no a lo financiero.
En 1962 construyeron una mediagua a pulso. Heredia, que todavía no contaba con electricidad, fue testigo del amor floreciente y del nacimiento de los siete hijos de esta unión: dos varones y cinco mujeres.
Morena de cabello liso, robusta, más alta que el abuelo y apática a los aretes, collares y pantalones. Eran las faldas y las blusas holgadas lo más cómodo para disponerse a hacer cocadas, bollos y bocadillos, y venderlos; la abuela los preparaba con las frutas y el maíz que Héctor traía de la parcelita.
Iluminados por un mechón: Ana madrugaba a las 3 de la mañana para pilar el maíz y rallar cocos, y el abuelo se dedicaba a organizar las herramientas y a alistar al burro para ir al monte. Después de tomarse el tinto, se iba por las trochas polvorientas con un pequeño radio escuchando vallenatos. A través de la emisora se enteraba de cuáles eran las canciones nuevas y camino a casa las tarareaba. Por las noches las volvía a cantar al tiempo que tocaba el cuero de un taburete con el 'manduco' o garrote que usaba mi abuela para lavar la ropa en el río Magdalena. Los vecinos decían que Héctor tenía un vibrato potente que apaciguaba el caminar de quienes pasaban cerquita.
La música penetró en la infancia de sus dos hijos: Alex y Julio Muñoz, y como solo había un radio en la casa, ese que Héctor se llevaba todos los días, después del colegio se iban a la orilla del río Magdalena a buscar barro para elaborar los bafles, el tocadiscos y el motor a gasolina y recrear una escena picotera onírica.
Cuando ya era un hombrecito responsable y trabajador, alistó su corazón para encontrar a la mujer que lo acompañaría hasta el final. Su truco para enamorar era el de cambiar un billete por billetes menudos para que la cartera se le engruesara. Pero con Ana Rosa de la Hoz —mi abuela— le resultó falible, optó entonces por dedicarle rancheras. Eran largas horas de música y coqueteo. Pasaban las semanas y el tipo se hacía más persistente; le tocaba pensar cuál iba a ser la programación del día, con el fin de no repetir. Insistió e insistió hasta salirse con la suya: Ana se enamoró a lo mexicano, no a lo financiero.
En 1962 construyeron una mediagua a pulso. Heredia, que todavía no contaba con electricidad, fue testigo del amor floreciente y del nacimiento de los siete hijos de esta unión: dos varones y cinco mujeres.
Morena de cabello liso, robusta, más alta que el abuelo y apática a los aretes, collares y pantalones. Eran las faldas y las blusas holgadas lo más cómodo para disponerse a hacer cocadas, bollos y bocadillos, y venderlos; la abuela los preparaba con las frutas y el maíz que Héctor traía de la parcelita.
Iluminados por un mechón: Ana madrugaba a las 3 de la mañana para pilar el maíz y rallar cocos, y el abuelo se dedicaba a organizar las herramientas y a alistar al burro para ir al monte. Después de tomarse el tinto, se iba por las trochas polvorientas con un pequeño radio escuchando vallenatos. A través de la emisora se enteraba de cuáles eran las canciones nuevas y camino a casa las tarareaba. Por las noches las volvía a cantar al tiempo que tocaba el cuero de un taburete con el 'manduco' o garrote que usaba mi abuela para lavar la ropa en el río Magdalena. Los vecinos decían que Héctor tenía un vibrato potente que apaciguaba el caminar de quienes pasaban cerquita.
La música penetró en la infancia de sus dos hijos: Alex y Julio Muñoz, y como solo había un radio en la casa, ese que Héctor se llevaba todos los días, después del colegio se iban a la orilla del río Magdalena a buscar barro para elaborar los bafles, el tocadiscos y el motor a gasolina y recrear una escena picotera onírica.
—Tú
interpretas las canciones —decía Álex.
—Y
tú imitas el sonido del motor —respondía
Julio.
Para que aquella quimera quedara perfecta, a Julio le tocaba la tarea de aprenderse las canciones del momento, por eso escuchaba a su padre Héctor y se acercaba a los bailes y parrandas que se hacían en Heredia. A Alex le tocaba dominar la respiración para darle fuerza a la resonancia del motor.
Para que aquella quimera quedara perfecta, a Julio le tocaba la tarea de aprenderse las canciones del momento, por eso escuchaba a su padre Héctor y se acercaba a los bailes y parrandas que se hacían en Heredia. A Alex le tocaba dominar la respiración para darle fuerza a la resonancia del motor.
—Rrrrrrrrrrrr… ¡Ya me estoy agotando! –gritaba Álex como con voz gastada.
—¿Ya
te cansaste? –preguntaba el hermano, pues no tenía más opción que dejar de
cantar.
—¡Sí!
—¿Cómo
hacemos ahora?
—Julio,
cada vez que me canse, imagina que al motor se le acabó la gasolina.
—¡Erda!
Las
tardes de este par —mis tíos— eran un mundo echo de barro, pero no por eso
significaba que era frágil, todo lo contrario: el sueño de construir un picó de
verdad se hacía más fuerte día tras día. Ana los veía jugar en silencio, un
silencio que acariciaba una historia de largo aliento; ella sabía que sus hijos
lo harían realidad.
Se fueron a Barranquilla en 1979, ya que Ana Rosa sufrió
un agotamiento físico crónico. Llegaron al barrio La Chinita y se hospedaron en
la casa de una de sus hermanas por unas cuantas semanas, pero apenas supieron
que una casa estaba en venta, no dudaron en comprarla con sus ahorros. En Curramba se quedaron.
Ana no paró: madrugaba a las 4 de la mañana para irse al mercado a vender pescado y suero. Héctor salía en las tardes a vender suero. El burro, las cocadas y el barro se quedaron en Heredia, no obstante, galopaban en los recuerdos. La ciudad no aniquiló la unión familiar y el perrenque. Aunque vivían en La Arenosa, el sueño de barro no se truncó.
Hija y nieta. Archivo de la familia Muñoz de la Hoz.
Los sábados mi abuelo lo sacaba a la terraza desde las 9 de la mañana y le dedicaba una hora a cada género musical: vallenato, ranchera, charanga, porro, salsa y cumbia. Tenía más de 600 LP en un baúl, y entre sus artistas predilectos estaban Los Zuleta, Jorge Oñate, Calixto Ochoa, Lisandro Meza, Alejandro Durán, Juancho Polo Valencia, Pacho Rada, Enrique Díaz, Abel Antonio, Joe Arroyo, La Niña Emilia, Irene Martínez, Los Corraleros de Majagual, Antonio Aguilar, Pedrito Fernández, Flor Silvestre y Las Hermanas Calle. Una viejoteca sabática que lo ponía todo a vibrar.
Bailaban sus siete hijos, sobrinos y vecinos del
barrio hasta las 11 de la noche. El sonido exquisito y gozoso del picó logró
imponer un par de leyes: ya Ana Rosa no le gustaba bailar sola, nada más lo
hacía con Héctor; y él no tomaba, el alcohol era la música.
Ana Rosa y Héctor. Archivo de la familia Muñoz de la Hoz.
Hijos de Héctor y Ana Rosa. Archivo de la familia Muñoz de la Hoz.
Julio. Archivo de la familia Muñoz de la Hoz.
Archivo de la familia Muñoz de la Hoz.
A veces El Tigre no rugía, sino que
arrullaba cuando mi tío Álex le dedicaba a su padre una de las canciones más
bonitas de Piero, esa que dice:
Es un buen tipo mi viejo
Que anda solo y esperando
Que anda solo y esperando
Tiene
la tristeza larga
De tanto venir andando
El viejo detestaba los hospitales y no
seguía las instrucciones médicas. Prefería tratar sus enfermedades con bebidas
a base de plantas medicinales. Era obstinado. Pero el 14 de septiembre de 2014
no le perdonó tanta terquedad y murió de un paro cardíaco.
Septiembre, ay, septiembre, eres tan mustio y tan
falto de festivos que no hallaste otro remedio que llevarte a Héctor, el
disyóquey veterano. Abuela Ana lo recuerda escuchando las rancheras
conquistadoras, la que los juntó hasta que la muerte asomó sus narices.
Hoy El Tigre sigue rugiendo y amenizando las calles de La Chinita y de Barranquilla, mezclando la tecnología con lo nostálgico. Y aunque el rostro del picó no es ya un jinete raudo sino un felino que acapara con las garras a un long play, volvió a ser un turbo, aquella forma inicial de un sueño de barro con dos raíces, de un sueño anfibio.
Hoy El Tigre sigue rugiendo y amenizando las calles de La Chinita y de Barranquilla, mezclando la tecnología con lo nostálgico. Y aunque el rostro del picó no es ya un jinete raudo sino un felino que acapara con las garras a un long play, volvió a ser un turbo, aquella forma inicial de un sueño de barro con dos raíces, de un sueño anfibio.
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