Calamar

Linda Esperanza Aragón | @lindaragonm


Dicen que la desaparición de un tren fue lo que convirtió a Calamar, Bolívar en una tierra nostálgica. La economía estaba atada al ferrocarril de ochenta y cinco vagones y cuatro locomotoras, inaugurado el 20 de julio de 1894, que iba hasta Cartagena de Indias.

Pero en 1950 se llevaron los rieles por donde transitaba y se suspendieron sus operaciones ante la poca utilidad que proporcionaba y debido a los trabajos de dragado que se realizaban para consolidar al canal del Dique. La gente lo lloró porque presintió un futuro quebradizo y una economía tambaleante. 




Hoy los calamarenses cuando hablan de su terruño no omiten narrar el recuerdo de aquella prosperidad, no se olvidan de las fábricas de gaseosa, de ron, de mantequilla y de jabón. Lo dicen con orgullo y con los ojos secos.

Son nostálgicos que poseen un garbo para nada frágil. El tren no está ahora, pero el río Magdalena está cerquita y siente las voces que pregonan: “¡pregunte por lo que no vea!”. El río es como un trabajador asiduo también: por él viajan mercancías a distintos destinos del Caribe colombiano. 




En las murallas de Calamar día a día se pintan las huellas de agua de los hombres que se rebuscan embarcando en lanchas y botes desde escaparates hasta bultos de papa. Caminan por el mercado buscando a viajeros y compradores que necesiten trasladar sus equipajes y mercancías. Vaivén constante. 






Desde Calamar hay embarcaciones que se dirigen a varios pueblos del Magdalena y Bolívar como Nervití, Puerto Niño, Pedraza, Guaquirí, Heredia, Piedras de Moler, Piedras Pintadas, Capucho, Bomba y Punta de Piedra. Así mismo, parten buses y furgonetas con destino a Cartagena, Barranquilla y a municipios del Atlántico como Suan, Santa Lucía, Campo de la Cruz, Santo Tomás, Sabanagrande, Sabanalarga, Soledad, entre otros.

Los que van de las ciudades a los pueblos y hacen una parada en Calamar, prefieren viajar en bus, o bueno, en “bus de pueblo”, como suelen llamarle. En este medio de transporte suena la radio a todo volumen y se desplazan desde maletas con ropa hasta gallinas y canastos repletos de pescado, potes de suero y yuca. Los buses colorinches son los favoritos porque, además de manejar una tarifa económica, hacen sentir a los pasajeros que están en sus terruños apenas los pisan, sobre todo en Semana Santa y diciembre.




El mercado de Calamar es una vía larga, que llaman la Calle del Mercado, donde hay toda clase de abastos. El que va al municipio no se vara. Allí se sitúan comerciantes informales oriundos y de un pueblo vecino llamado Puerto Niño, Magdalena, como Edilma Selvera, de 76 años, quien desde los 18 años atraviesa el río Magdalena para vender grandes poncheras de frutas y verduras.




“A las 5 de la mañana cruzo el río para llegar puntual a mi puesto; culmino mi labor al mediodía y me devuelvo a Puerto Niño. Llego es a preparar ponche humado para la cena y a organizar todo para mañana irme a trabajar. Aunque pase más tiempo en Calamar, mi pueblo natal es sagrado”, contó. 





Quienes tienen pequeñas tiendas en otros pueblos van a Calamar con el fin de surtirlas y los que hacen una parada no se van con las manos vacías: no falta el bollo de yuca, los fritos, el pescado fresco, la carne, el saco de naranjas, el calzado o la ropa de segunda mano.








Los mejores peces se consiguen en la plaza del pescado con sus más de 20 locales. Sobre grandes mesones reposan bocachicos, mojarras, barbules, arencas, corvinatas, cachamas y bagres traídos de la ciénaga de Zapayán y del río Magdalena, ambos cuerpos de agua están conectados, por lo que resulta fácil la compra y venta de pescado. A partir de las 5 a. m. los comerciantes suben las esteras y comienza el trajín.




Emperatriz Álvarez, oriunda de Calamar, tiene más de 25 años vendiendo pescado; es una enamorada de su pueblo y las palabras que escoge para describirlo son precisas: Calamar es la tierra más linda que creó Dios”, expresó con total orgullo.




Sus abuelos y su padre fueron pescadores y toda su familia se ha sostenido a base de la comercialización de pescado. “Cuando era niña, mi mamá ponía los pescados en un caparazón de tortuga, lo que reemplazaba a la ponchera; luego yo me lo ponía en la cabeza y salía a venderlos. Con el paso del tiempo empecé a ayudar a mi papá con el negocio, y ahora, tengo el mío. Este oficio para mí es todo, vendiendo pescados puedo sostener a mi familia. No lo cambio por nada del mundo, pues soy hija del pescado”, dijo.

Además de las embarcaciones y de los buses, hay más de un centenar de paolas, medio de transporte alternativo que ejerce movimiento por medio de una bicicleta, está cubierto con carpas de colores fluorescentes y en el respaldo lleva grabado frases personalizadas que parecen secretos a voces: “Mano de Dios”, “Te amo”, “Mis hijos y yo”, “Sencillo y cariñoso”, entre otras revelaciones.





En ellas se transportan de vidrios hasta ladrillos. Y las personas nada más deben pagar dos mil pesos para que se suban a una paola y el viento les roce la cara mientras miran con encanto las casas de estilo republicano de Calamar.





Cuando se sienten muy agotados los paoleros hacen una pausa y se quedan mirando el río, como si este fuese un panorama que se reflejara en el alma.

Jorge Elías maneja una paola hace cuatro años. A las 7 a. m. comienza la faena, de lunes a domingo.

—¿Por qué se les llama paola?
—Se les llama así porque cuando comenzaron a surgir estaba de moda la canción Paola, del cantante de champeta Sayayín; eso fue en el 2000.
—¿Cuáles son los días más tranquilos y los más pesados?
—Los jueves son tranquilos. Los viernes y los fines de semana son los más productivos. Hay días en que me gano veinte mil pesos. En este oficio se conoce al que paga sin problema y al que hace mala cara.
—¿Cómo defines a Calamar?
—Es el pueblo donde he aprendido a sobrevivir. Pedaleando ando.

Al culminar la frase, miró al río y calló.

El mercado es invadido por el mutismo al mediodía: los vendedores se regresan a sus casas, se cierra la Plaza del Pescado y otros negocios. Quedan unas cuantas paolas rodando y algunas tiendas de abarrotes abiertas. 




La historia de este municipio, que cumple 171 años, no solo se alimenta de los nostálgicos, sino también del perrenque y de un río que es testigo de ello. 



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