Mecemar

 Linda Esperanza Aragón | @lindaragonm


Bahía de Santa Marta dentro de mí.


La mecedora es una extensión del mar. La inquietud de este se aloja en nuestro interior. Cada vez que nos mecemos es como si la fuerza del mar estuviera en pleno y el oleaje bailara con las entrañas.

Yo no sé si me pasó lo mismo que narró el juglar Juancho Polo Valencia en su canción La bahía de Santa Marta:

Mirando a las aguas

Yo allí me puse a pensar

Se me van las horas

Pero no me hacen falta

Al mar samario lo tengo adentro. No puedo expulsarlo. La mecedora eterniza su adentramiento. Y me fascina. Es como un aliciente cada vez que empiezo a extrañar a Santa Marta. 

Cuando nos mecemos, nos estamos dejando llevar por el mar.

Decía Ramiro de la Espriella que para quienes nacimos en el Caribe el mar es más un oleaje de sangre que de iodo. Lo tenemos por dentro, somos sus hogares andariegos y nos comunicamos con él cuando nos entregamos a una mecedora. 

Desde que estamos pequeños y nos mecen nuestras madres entre sus brazos comenzamos a sentirnos inherentes a la brisa, a la arena y a las olas. Dicen por ahí que no debemos usar nuestros ayeres como un cómodo sofá sino como un trampolín, pero yo quiero emplearlos como mecedora. Deseo ser mecida por mis recuerdos.

La mecedora no es un simple adorno de la casa, es esencial en los encuentros, charlas y momentos a solas. Bécquer expresó una gran verdad: “La soledad es muy hermosa cuando se tiene a alguien a quien decírselo”, y la mecedora no se aburre de escuchar. Banal no es. No me alcanzo a imaginar las tantas historias que nacieron o se transfirieron durante un vaivén mañanero, vespertino y nocturno en el Caribe colombiano.  

Es que hablando se van las horas, pero no hacen falta, así como le pasaba a Juancho Polo mientras contemplaba el mar.

El mar y la mecedora nos sacuden por dentro, nos revitalizan la sangre, nos abrazan. Vivos nos mantienen. Son movimiento. Quizá por eso no me disgustan ya los domingos y los cielos plomizos. En ambos me pierdo, pero no se me entorpece el latido.

En el mar los pies abandonan el suelo, el cuerpo flota, nos dejamos llevar, pero ellos regresan, tocan la superficie, juegan con la arena. Mientras estamos sentados en la mecedora dependemos del suelo para coger impulso y sentir el vaivén; la planta de los pies siente el frío del piso de la terraza, la sala o del patio. Lo tocamos y renunciamos a él por unos segundos para sentir que levitamos. Siempre volvemos al terreno, volvemos porque es sinónimo de umbilicalidad, porque nos recuerda el lugar al que pertenecemos. 

Y, sí, el mar sigue cantando aunque pierda una ola, como dijo José Ángel Buesa. Cuando una mecedora se deteriora o estropea se arregla, se recupera, se remienda para seguir gozándola, porque no solo llena la casa, sino también el corazón; evoca historias íntimas y momentos que la memoria no dejó escapar. 

No me aguantaría un solo día sin la mecedora en casa. Ella me espera, me acoge y me quita el cansancio. Sería vil para mí dejar que las telarañas y el polvo la acaparen. Dejarla en un rincón como una cosa cualquiera es enterrarla; sería esa su tumba; y el olvido, su epitafio.  

A veces rechina, sin embargo, no me parece estridente. Asumo que es la banda sonora de los viajes hacia mi interior, en los que suelo retornar a Santa Marta, y es cuando la añoranza se me convierte en un bálsamo.

En casa no estamos lejos del mar si la mecedora vive.


***

Este trabajo fue publicado en la versión digital e impresa del periódico colombiano El Espectador.

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