Relatos de veteranos en el Magdalena
Linda Esperanza Aragón | @lindaragonm
Una compilación de voces sabias y de rostros que me encontré durante mis recorridos iniciales por el Magdalena, específicamente en las poblaciones de Pedraza, Bomba y Aracataca. Relatos cortos —en los que hablan de la vida, el trabajo, el amor y la muerte— que van acompañados por algunas de mis primeras fotografías.
Tejer cómplices
Cuando le pregunto a la señora Yadith Ropaín
Fontalvo cuántos años lleva tejiendo redes de pesca responde sin pensarlo
tanto: “Ya son bastantes”. Aprendió la técnica cuando tenía 15 años, en ese
entonces Manuel Muñoz se acercaba a su casa porque estaba enamorado de ella;
aprovechaba que se iba a pescar el padre de Yadith, para visitarla. Manuel llevaba
los implementos para tejer los trasmallos. En una ocasión, Yadith le pidió que
le enseñara a elaborarlos; él le daba las indicaciones con mallero y aguja en
mano.
Me cuenta que tejía
torcido al principio, pero que corrigió esa falla practicando y siguiendo las
instrucciones con constancia.
—Ahora lo hago al derecho
—asevera con gallardía mientras una de sus nietas toma café a su lado.
Yadith se descalza y se
sienta en un taburete que recuesta en la pared. Teje sin afanes en la terraza
de la casa, ubicada en la calle principal de Bomba, Magdalena. Disfruta tejiendo,
y dice que se despeja un rato y goza de la textura del nailon; lo acaricia cual
si fuera la piel de un ser amado o el cabello de algo que pare armonía.
Ella y la horqueta de
la que cuelga el nailon quedan frente a frente, parece que entablaran una
íntima conversación. Trenza como si estuviera fundando un universo de historias
al que le trasmite su sentir o estado de ánimo y refiere más detalles sobre su
labor:
—No los hago para que después me los compren; los
pescadores que necesitan un trasmallo me traen el nailon para que yo teja. Yo
cobro la mano de obra.
—¿Cuánto se demora en terminarlos?
— Un mes y quince días, a veces puedo tardar un mes.
El tiempo y la
pujanza que les impregna a las redes de pesca no se borran al ser sumergidas ni
se anulan con el manoseo de la cotidianidad. Sus manos fabrican las inseparables
compañeras y cómplices de los pescadores, esas que los ven hablando con la luna
o con el sol. Además de recoger pescados, conocen el alma, los silencios y
esperanzas de los pescadores.
Un siglo dice
En Bomba —corregimiento del municipio de Pedraza,
Magdalena— se dice sobre Alcira Osorio: “el material del que está hecha esa
señora no viene más”. La gente lo pregona con justa razón, pues se está
hablando de una mujer o, mejor dicho, de un siglo sensato y valeroso que no ha perdido
la capacidad de escarbar en su memoria.
Cuando habla, aunque lance una sola frase, quienes se encuentran a su alrededor la escuchan con paciencia. Y es que no siempre se tiene la fortuna de recibir las palabras de un siglo, así sean breves.
Pese a que el párpado derecho se le cayó, las piernas no
posean el mismo vigor y demás achaques la asalten, las palabras no se le han
agotado. Alcirita, como le llaman en la población, elogia al tiempo pasado y lo
describe con los términos que más aprecia: amor, familia y amistad: “Yo he
durado bastante porque trabajé duro haciendo bollos, pan y almojábanas. Saqué
adelante a mis hijos con mucho trabajo, y ellos me salieron buenos. Ahora no
importa lo que es trabajar; hoy no importa ná,
es que ni las amistades… Ya no hay respeto entre los amigos. En los tiempos
viejos, las amistades duraban. Se deben conservar las amistades”.
No se reserva la fórmula para llegar a los 100 años
cuando se lo preguntan, entonces se humedece los labios, respira y revela: “Lo
que uno comía antes era puro y bueno. Comí bastante pescao. Hoy se come mucha pendejá”.
Un
verano sin fin
Argelia Muñoz y yo nos encontramos en Bomba, Magdalena, su tierra natal. No la veía desde hace mucho tiempo, sin embargo, no olvidé lo jocosa y fascinante conversadora que es. Si Argelia está cerca habrá buen ambiente y gracia.
El amor y el desamor son de esos temas que le encienden la chispa para inventar frases cargadas de comicidad, símiles y metáforas que hacen que sus paisanos las quieran escuchar una y otra vez. Incluso, cuando se refieren a ella recalcan su buen sentido del humor y van a su casa a meterle conversa solo para escucharla hablar y riese con ella. La estiman mucho, dicen que les alegra los días.
—¿Cómo está ahora, Argelia? —le pregunto.
—Estamos
vivos —responde.
—¿Está
contenta?
—No,
mija. Cuando se acaba el amor, lo que queda es celebrar que vivimos.
—¿Terminó
una relación?
—Sí.
No he tenido suerte.
—¿Cómo fue ese amor?
—Una jaula resplandeciente, nada de frescura —contesta y luego
sonríe.
—¿Qué
significa hoy ese amor del pasado?
—Un verano sin fin —suspira.
—¿Quisiera volver a amar?
—He querido volver a empezar, pero me pagan mal, y
ya los años se me están pasando. Ojalá hubiera vida para todo el tiempo que
hay.
—¿Qué canción acompaña
mejor a su verano sin fin?
—Vida pasajera, de Pachito Rada. Me gusta ese vallenato.
—Y, por supuesto, se sabe toda la letra...
Comienza a cantar una estrofa de la canción:
Yo debo aprovechar esta oportunidad
En este mundo libre que Dios me ha dejado
La vida no es eterna, lo sabemos ya
Y si no gozo ahora entonces cuándo diablos
Recuerdo que, en una ocasión, Argelia me contó que en las fiestas patronales del pueblo había sufrido desilusiones y descubierto amores.
—¿Qué me cuenta de las fiestas?
—He visto a hombres que desde lejos parecen primorosos,
pero cuando me acerco a ellos me decepciono; terminan siendo espejismos. De
lejos parecen ser de cuero pero de cerca son pura cuerina.
—¿Qué diferencia hay entre los hombres de cuero y los de cuerina?
—Los de cuero son los románticos y entregados; esos sí valen la pena, aguantan. En cambio, los de cuerina son mentirosos, mujeriegos y desmoralizados; no valen la pena, no duran nada.
Después me revela que no tiene pelos en la lengua para enfrentar a sus
exparejas en las discusiones, que no les dice vulgaridades, sino que prefiere
resaltar sus defectos físicos y compararlos con cosas y animales.
—Les decía cintura de mico amarrao
por la mitad, si tenían la cintura muy
angosta; cuerpo de escaparate, si tenían
el cuerpo cuadrado; sombrilla sin tela, si eran muy flacos.
—¿Qué más les dice?
—Al último que se fue le dije: acabaste
conmigo, con mi cédula y hasta con la fotocopia de la cédula.
—¿Y esa frase qué quiere decir?
—Que me acabó de punta a punta, que me dejó el corazón partido.
Suelta unas carcajadas y me contagia. Reímos. Al rato, le hago una promesa:
—Argelia, volveré al pueblo en las
próximas fiestas para brindar por nuestros veranos sin fin mientras suene Vida pasajera.
—¡Te espero! Y que se aparten los de cuerina.
Humo y chanzas
Su nombre es Reinero Martínez, pero le llaman Rei en el municipio de Pedraza (Magdalena), el pueblo donde nació y se crio. Siempre se ha dedicado a la agricultura. Dice que no le ha faltado lo esencial en la vida porque jamás le dio pereza madrugar y porque siempre ha llevado como un amuleto una frase que él mismo inventó: “Si uno se levanta bueno para trabajar, muere bueno”.
Ha fumado casi toda una vida, es un octogenario que no se aburre de jugar con el humo. Cada vez que alguien le exige que deje de fumar, el señor Reinero no vacila en responder: “Un viejo que no fuma es maluco porque se la pasa viendo lejos, pero si fuma se distrae con el humo”.
A Rei le gustaba el ron y echar chistes. Antes hacía grandes parrandas y en la época de los carnavales de Pedraza se disfrazaba de cualquier cosa. “A mí siempre me ha gustado el desorden. Recuerdo que una vez me disfracé de mujer, lástima que no conservo fotos de ese tiempo”, comenta.
Hace varios años, después de un parrandón, su esposa Amira salió a la calle a averiguar si Rei se había endeudado en alguna cantina. Cuando regresó a la casa y lo encontró despierto, ella le dijo:
—No vas a beber más.
—Póngame un placito —respondió Rei.
—Tres meses te pongo.
—¿Tres meses? Eso está muy lejos. ¡Hombe! De aquí a allá yo me he muerto. Por lo menos, un mes —remató Rei entre risas.
Confiesa que se la pasaban mamando gallo. “No hubo un mal vivir entre nosotros. Yo nunca me he peleado con las mujeres; ahora no sé cómo será ese tema, este mundo está tan dañado. Antes el amor era otro”, expresa.
Cuando se refiere al amor no pierde la oportunidad de acudir al pasado. Se mira sus manos con venas prominentes, libera el humo, respira y habla:
—Sin matrimonio no hay mundo, aunque en Pedraza ya
nadie quiere casarse; no sé lo que pasará, yo creo que es por tantas cosas que
se ven en la televisión y en los teléfonos.
—¿Cómo era antes? —le pregunto.
—Antes los novios iban a visitar a sus novias a las casas, hoy en día les hacen llamadas. El mundo es otro, ya no es bonito como cuando yo nací.
Rei me mira fijamente como un abuelo sabio que está seguro de haber vivido la vida como es y explica: “Aunque usted no me lo crea, le digo que el mundo se acaba, pero la gente no. Si usted nace hoy, pasado mañana muere, entonces ahí se le acaba el mundo. A todo aquel que se va muriendo también se le va acabando el mundo. La gente va naciendo, la gente es como un fruto. Eso fue lo que Dios dispuso”.
Si el mundo se le acaba quiere que la gente lo recuerde por su entusiasmo: “Esa [la alegría] es la herencia que dejaré”.
A veces viaja a Barranquilla por un mes, y cuando regresa a Pedraza sus paisanos le hacen sentir que lo extrañaron y le lanzan una frase irónica apenas lo ven:
—¡Carajo! Por qué no te quedaste.
—No me quedé por una maricaíta —contesta Rei.
Y como es un ducho en el campo de mamar gallo, Rei intenta ganarse el cielo con chanzas: “Ya dejo hasta aquí la charla porque me voy a afeitar. Usted sabe que la muerte está escondida; si me voy a morir, moriré bonito”.
***
Relato cataquero de dos grandes amigos
Son 86 años los que danzan por las arrugas de Carlos Nelson Noche Fontalvo, uno de los más grandes amigos de Gabriel García Márquez, en Aracataca, Magdalena. El viudo de Soledad Ramos de Noche, durante la mañana, en una mecedora evoca aquellos tiempos de parrandas interminables que pasó con el Nobel de Literatura. Acomoda el bastón a su derecha, se mece pausadamente y saluda a todos los que lo ven sentado en la terraza de su casa.
La voz de Carlos Nelson es como esas voces viejas que se convierten en leyendas, en bocanadas de aire y en música del tiempo. Aunque no conoce todos los secretos de Gabo, Noche recuerda en menudas palabras cuando juntos bebían ron, la última visita del escritor y, al final, cuenta cuál era el truco para despertar la memoria de García Márquez.
“Él vivió varias experiencias, entre esas está su regreso de Venezuela, y fue cuando se dedicó a vender enciclopedias aquí en Aracataca. Lo que ganaba, nos lo gastábamos en ron. Una botella de ron costaba 60 centavos, ni si quiera 1 peso, eran centavos".
Los vallenatos eran como otro personaje, un amigo que los acompañaba en los festejos. No celebraban fechas especiales: festejaban la vida misma, el haber coincidido en este mundo, el hecho de ser paisanos.
"Escuchábamos vallenato porque a García Márquez le gustaba, le fascinaban las canciones viejas. Bebíamos todos los días. Nuestra aventura era beber en mi casa. Por cierto, conservo una fotografía que está en la sala de mi casa, en la cual estamos los dos tomando; eso fue como en el 2007, en su última visita a la tierra que lo vio nacer".
Carlos es un testigo de las visitas del escritor de El coronel no tiene quien le escriba a esta tierra. Veía correr a los enamorados de sus letras y a los que deseaban una fotografía para el recuerdo.
"La última vez que vino casi que no lo dejaban salir del carro. Las hermanas, sus amigos y todo el pueblo lo esperaban con los brazos abiertos. Cada vez que él llegaba a Aracataca la gente se amontonaba, ¡un gentío! Era un sinfín de personas en la calle que llegaban de todas partes. Los vagones del tren se repletaron. Gabo venía con Mercedes Barcha —aquí le dicen ‘La Gabita’—. A los hijos de Gabo no los conozco".
"A Gabriel ya se le olvidaban las cosas. Había que hablarle de las vainas viejas pa que se acordara", reveló Noche.
Antes de la última llegada de Gabo a su tierra, los dos amigos se vieron en Cartagena. Carlos Noche llevó todo de Aracataca a la ciudad: la carne de cerdo, de res y de gallina y la vitualla para preparar un auténtico sancocho. Cuando estaban comiendo, Carlos le dijo a Gabriel García Márquez:
—Oye, lo
que nos estamos comiendo lo traje de Aracataca.
—¡Carajo!
Entonces estoy en Aracataca —enseguida le respondió.
—Gabo,
también traje bollo e yuca con chicharrón.
—Y yo que tenía casi 50 años sin comer bollo e yuca —dijo con la alegría de descubrir un sabor que transporta a la umbilicalidad.
***
Este trabajo fue publicado en la versión digital del periódico colombiano El Espectador.
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