Abrazar la nostalgia
Linda Esperanza Aragón | @lindaragonm
Compilación de
relatos sobre costumbres, personajes entrañables y apetitos caribeños.
Presentes
Se cuenta que cuando había un festejo en Bomba, Magdalena los invitados se las ingeniaban para sorprender al agasajado. Asistir era bonito, pero regalar algo era divertido y placentero. La cuestión era ser ingeniosos para no llegar con las manos vacías a los cumpleaños, matrimonios, bautizos y grados.
Los paisanos aún recuerdan que el pueblo se entusiasmaba cuando llevaban de casa en casa las tarjetas de invitación. Todos se emocionaban por el festín para ponerse su mejor atuendo y acudir a la creatividad para diseñar el regalo. Se escogía algo que estuviera al alcance y se hacía magia con el ingenio.
—Hoy es el matrimonio. Ya tengo el presente para llevar.
—¿Qué vas a llevar?
—Una gallina para que hagan sancocho o para que la guisen.
Se dice que este regalo era de los mejores y que siempre asombraba: con la gallina complementaban la comida de la fiesta; y si no se lograba cocinar para el festín, la conservaban en el patio y la cocinaban en otra ocasión especial. Una gallina siempre caía bien.
Además de las gallinas, había otros regalos que agradaban: jabones de baño con fragancias frutales y florales. Muchos recuerdan que en su niñez obsequiaron jabones en los cumpleaños de sus amigos y que sus mamás los iban a comprar a la tienda y los envolvían con papel de regalo. Los jabones que más se compraban eran Lux y Palmolive.
Había quienes le ponían aún más inspiración al asunto: compraban una
gaseosa y le amarraban, con cintas de colores, un billete de 2 mil o de 5 mil
pesos.
En este caso, tomarse una gaseosa significaba renunciar al aguapanela por un rato. El aguapanela era el refresco de mayor consumo, y la gaseosa sacaba a los paladares de la rutina. El billete atado a la botella servía para comprar pan, aceite, azúcar, sal, arroz, granos.
La ropa interior también hacía parte del abanico de posibilidades. No había en el pueblo una tienda que vendiera esto, sin embargo, nunca faltaba el comerciante que viajaba hasta el pueblo para ofrecer su mercancía. Se viene a mi memoria la señora Alma, quien iba al pueblo con grandes bolsos de ropa y visitaba las casas. Le compraban tangas, brasieres, calzoncillos y medias. El escaparate o el baúl del agasajado o agasajada se llenaba con prendas íntimas nuevas. ¡Tenía bastante para estrenar!
Cada presente era significativo. Se pensaba en la utilidad que el otro
podía darle. Y, aunque fuese predecible o sencillo, el obsequio era recibido
con una sonrisa honesta y un abrazo. Lo importante era mover el esqueleto,
cantar a todo pulmón y hacerse compañía en las fiestas. Lo importante era
sentirse en comunidad.
***
Recordando a personajes caribeños
I
Roberto Burgos Cantor escribió uno de los párrafos más
bonitos que me he encontrado en la literatura caribe. Hace poco, en su obra Lo Amador, hallé esta sublime juntura de
palabras: “[...] Comenzaron a tocar unas de Lucho Bermúdez […] yo no sé si es
ahora que ya estoy grande, pero esos porros siempre me dieron ganas de bailar
con la brisa”.
Desde entonces, cada vez que bailo una canción de Lucho,
se me viene a la cabeza ese fragmento y se queda mi corazón en un suspiro. Me
fijo más en las letras de sus temas musicales, algunos parecen crónicas
viajeras —hasta
con descripciones topográficas— sobre lugares fascinantes: canciones como Tolú, Carmen de Bolívar, Caracolí, Taganga, San Andrés, Colombia
tierra querida, Salsipuedes;
canciones narradas por la voz de la eterna Matilde Díaz.
Me vuelvo inasible y liviana mientras las estoy bailando,
y no solo me dan ganas de bailar con la brisa, también quisiera flotar en la
mar serena. Cada canción me trae recuerdos de mis viajes a Sucre, Magdalena,
Bolívar, San Andrés… Y cuando dejan de sonar me pregunto: ¿a quién le ofrezco
mis melancolías? Repito las canciones y sigo bailando en la sala de la casa.
II
El coronel, en El coronel no tiene quien le escriba, no
usaba sombrero para no tener que quitárselo ante nadie. Y, por otro lado, la
brisa era el sombrero de Toño Fernández, así lo expresó en la canción Tres golpes, de Los Gaiteros de San
Jacinto.
¿Se imaginan una
conversación o debate entre el coronel y Toño acerca del sombrero? ¿Qué dirían?
¿El coronel convencería a Toño? ¿Toño convencería al coronel? ¿Surgiría alguna
misteriosa afinidad?
III
Alguna vez le escuché a David Sánchez Juliao una frase
que no pude sacar de mi cabeza: “¿Qué es la nostalgia? Un costeño con abrigo”.
Ahora pienso que la nostalgia también es un costeño sin
su mecedora. Mientras escribo esto sentada en un sofá bogotano extraño el
vaivén de mi mecedora de tejidos colorinches. Sí: la nostalgia es un costeño
abrigado y sin su mecedora. Confirmado.
IV
En la última pista del álbum musical Ancestras, la entrañable y gloriosa cantadora Petrona Martínez, la
reina del bullerengue, declaró: “Yo les digo a las hijas mías que no se van a
ganar nada con ponerse a guardarme luto, a llorarme. No me van a revivir. La
alegría mía es que yo vea que no me dejen caer esto [el bullerengue] que yo
llevo por delante. Y si ellas quieren que yo descanse en paz después de que yo
me muera, que sigan. Que la gente critique que no sintieron a la mae, no importa”.
Al escuchar semejante testimonio —en el que la
maestra Martínez demuestra su maestría para poner los puntos sobre las íes—,
pensé en la muerte, por supuesto, un tema que antes me asustaba bastante o,
mejor dicho, un destino que me apabullaba. Me identifiqué con Petrona: no
quiero que nadie me guarde luto. La vida es un viajecito, y los que se quedan seguirán
el camino.
No es bonito que la muerte de uno sea sinónimo de un
amargo vivir para los que seguirán en el tren viajando. ¿Por qué exigirles
que se vistan de oscuridad? No se vale arruinarles la sonrisa cada vez que se
paren frente al espejo y se miren llevando trapos negros —y con los calores que
hacen en el Caribe colombiano, mucho menos—.
Mientras estemos
vivos, si es posible, gastémonos riendo, echando cuentos, llorando —cuando
toque—, bailando, caminando, amando.
Bueno, sé que cada
uno manda en sus sentires…, yo solo digo. También me propuse no concluir con una moraleja, pero lo
hice. Disculpen a esta entrometida.
***
Uvitas
El árbol de uvita, cuyo nombre científico
es córdia dentata poir, es muy común en poblaciones del Caribe colombiano.
Además de dar sombra, nos regala ese fruto blanco y ovalado pegajoso que, aunque
no sea comestible, permite improvisar, resolver y hacer la vida más simple.
Podemos encontrar el árbol de uvita en los patios de las casas, playones y montes. En los pueblos no se ha comercializado el fruto, solo basta con pedírselo a algún vecino o dirigirse al monte para conseguirlo.
Las uvitas conservan una sustancia viscosa muy útil. Recuerdo que en el pueblo de mi infancia se usaban para hacer las tareas de la escuela que requerían pegar trozos de papeles de colores, recortes de periódicos, escarcha y tierra en los cuadernos. A mí me encantaba pegar tierra en el cuaderno, me hacía feliz.
Por otro lado, los muchachos las utilizaban para hacerse peinados y resaltar sus cortes de cabello. Si no había dinero para comprar el gel o fijador comercial, acudían a las uvitas; eran el gel del pueblo. Los chicos se convidaban e iban a los playones o al monte a buscar gajos. Era una aventura que se disfrutaba más si se vivía de manera colectiva.
También recuerdo que este fruto también suscitaba el encuentro, el diálogo y la solidaridad: cuando se iba en busca de un gajo de uvitas a la casa de algún vecino, era imposible que no surgiera una charla que fuese más allá del uso que se les darían a las uvitas; se hablaba de la vida cotidiana:
—Hágame
el favor de regalarme un gajo de uvitas.
—¡Cómo
no! ¿Para qué lo necesita?
—Lo
que pasa es que mi niña tiene una
tarea y necesita pegar algo en la libreta.
—Cuente con el gajo. Ya se lo busco.
Y mientras el paisano se acercaba al palo para agarrar el gajo de uvitas, seguían echando cuento:
—El
domingo el pueblo estuvo quieto.
—Es
verdad, no hubo parranda.
—Pero la próxima semana habrá matrimonio, ¡ese será un parrandón!
Estos
espléndidos frutos ya no se usan casi en el pueblo. Hoy los jóvenes acuden al
gel que venden en las tiendas; y los estudiantes, al Colbón. Pero quedó la
nostalgia adherida con uvitas a la memoria, y es difícil que se desprenda.
Me da una pena cada vez que voy a un restaurante con mis papás: tengo la libertad de pedir lo que se me antoje, pero ellos no. El médico les ha entregado una lista extensa que indica los alimentos que no pueden consumir. Parece un diploma de los achaques exhibido en la nevera.
La osteopenia, la hipertensión, el colesterol, el asma y el colon irritable ponen a sufrir al paladar de mis padres. Y me siento egoísta porque sé que no es para nada plácido que yo pueda pedirle al mesero pescado frito con arroz de coco, patacones y jugo de mango; y que ellos pidan solo ensalada con pechuga de pollo asada y limonada. De vez en cuando mi papá no se contiene al ver mi plato y me roba comida; mi mamá se da cuenta y lo reprende, entonces mi papá le dice:
—Déjame comer un poquito, no ves que ya ni me alegra abrir la nevera para tomar agua porque veo la lista esa donde la sopa de mondongo, el chicharrón y el pescado frito están de primeros.
La suma de las edades de mis padres supera los 120 años, pero se les ve llenos de vida. Cuando bailan en la terraza de la casa el cuerpo se porta bien, no se aparecen los dolores. Las enfermedades, al menos, no los han despojado de la danza ni del buen sentido del humor.
Un día una vecina nos regaló un plato de bollo de yuca con suero, era el cumpleaños de uno de sus hijos. Mi papá dio el primer paso para devorarlo, sin embargo, no se atrevió a probar y dijo:
—¡Nojoda!, lo mejor es que no me lo coma porque yo
quiero seguir viviendo pa escuchar mis vallenatos.
—Ojalá los vallenatos quitaran el hambre —contestó
mi mamá.
—Pero hablan de la comida que me gusta a
mí.
—Ajá, ¿y qué canción habla de eso?
—El que quiera bollo que coja el cuchillo y parta, así dice una canción de Los Zuleta —respondió mi papá.
En las casas se suele tener una vajilla especial para las visitas. Esta es una manera de querer prolongar nuestra existencia, asumimos que en el futuro recibiremos gente para compartir. En mi casa yo creo que seremos eternos; eso pensé el día en que mi mamá volvió a leer la lista luciferina de los manjares prohibidos pegada en la nevera y expresó:
—Lo que hay es plato llano pa las visitas… Aquí los
que usamos son los hondos para comer pura ensalada.
—Me hace falta esa comida que tiene crocancia y sabrosura —remató mi papá.
Para no sentirse afligidos por las indicaciones del doctor en cuanto a la alimentación, mis papás recuerdan —como buscando consuelo— un cuento de la tradición oral guajira, uno que narraba con maestría César Henríquez.
Voy a referirlo aquí —aunque, indudablemente, Henríquez lo cuenta mejor y con una gracia única—: un hombre acudió al médico para que le interpretara unos resultados de exámenes de laboratorio. El doctor se alarmó al leerlos y le dijo al paciente que estaba vivo de milagro y que, para que se mejorara, le recetaría una dieta saludable: en la mañana nada más podía comer huevos cocidos con un jugo sin azúcar; al mediodía, carne magra con ensalada y leche descremada; y en la tarde, un sándwich con jamón de pollo o ensalada de frutas. Le recomendó que mantuviera esa dieta durante seis meses y que regresara para hacerle nuevamente los debidos exámenes. El paciente —que se abanicaba con su sombrero a pesar de que el consultorio estaba gélido— le agradeció al doctor y se fue. Al cabo de un rato, leyó con atención la receta, se devolvió al consultorio y preguntó: “Doctor, acláreme una cosa: ¿todo eso se come antes o después de las comidas?”.
Nunca faltan las carcajadas al final del relato. Tampoco falla la frase nostálgica que le brota con naturalidad a mi mamá al recordar que los achaques se han llevado la comida que le encanta:
—Tanta comida sabrosa que hay en esta vida, ¡carajo!
Un domingo cualquiera mis papás estaban desayunando arepas asadas, claras de huevo cocidas y avena sin azúcar. Había un silencio espantoso, era evidente que extrañaban el bocachico frito, la yuca harinosa y el café con leche. Para levantarles el ánimo, les comenté:
—Me imagino que se sienten mejor ahora que están siguiendo al pie de la letra las recomendaciones del médico.
Mi papá no dudó en aferrarse a la jerga costeña para expresar con precisión el coraje que le daba estar distante de los platillos que le fascinan. Me respondió lo mismo que Fermina Daza en la novela de Gabo, El amor en los tiempos del cólera, cuando le preguntaron cómo le habían parecido las maravillas de Europa:
—Más es la bulla.
Tal vez más adelante mis padres consideren la frase de Julio Cortázar: “Hay ausencias que representan un verdadero triunfo”. Tal vez.
Para el aniversario más reciente decidieron hacer una pequeña celebración e invitaron a algunos familiares. A mi papá le correspondía el turno de dedicarle a mi mamá unas palabras de agradecimiento, pero lo abrazó la timidez; no le fluían. De repente, mi abuela materna carraspeó para aclarar su voz y le vociferó con toda la confianza del mundo a mi papá:
—Los achaques ya te quitaron las comidas más sabrosas, ahora tú vas a dejar que los nervios te arrebaten las palabras.
***
Este trabajo fue publicado en la versión digital del periódico colombiano El Espectador.
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