El Torito Ribeño, una danza casi eterna
El tiempo es tan afanoso,
descorazonado y arrasador. Asusta hablar de la muerte cuando se piensa en el
tiempo, pero para Alfonso Fontalvo, de 77 años, no es así, él no olvida a los
que se fueron: sus ancestros son el amuleto para bailar con garbo en el Carnaval
de Barranquilla, uno de los más reconocidos en el mundo.
El sábado, el primer día de la popular fiesta, antes de disfrazarse, se toma un café mientras recuerda su infancia al lado de su padre, parece no haber en sus recordaciones ni una sombra de duda si se trata de definirlo.
“Mi padre, Marcos Fontalvo, es una
leyenda”, revela.
Recordar es su fuente de energía para bailar con perrenque y desenvoltura durante los cuatro días que dura el carnaval.
El nacimiento de El Torito Ribeño, la danza más antigua de esta gran festividad ocurrió cuando Elías Fontalvo —abuelo de Alfonso Fontalvo— fue rechazado por la danza El Toro Grande porque era menor de edad, sin embargo, no se sumergió en la frustración, siguió pa’lante: en 1878 armó su propio combo con muchachos que todavía no habían cumplido los 21 años de edad. Fue él el primer director. Sus hijos Campo Elías —tío de Alfonso— y Marcos Fontalvo —padre de Alfonso— le sucedieron.
Un año antes de fallecer Marcos, en 1970, Alfonso Fontalvo tomó las riendas, lo que lo convirtió en el cuarto director de la danza El Torito Ribeño, que cumplió 142 años el pasado 20 de enero.
Luego del café, Alfonso ojea el
periódico sin afanes y lee en voz alta las noticias que más le impactan.
Algunos vecinos y familiares llegan temprano a su casa, lo rodean en la
terraza, le regalan cervezas y conversan. Algunos niños del barrio disfrazados
de animales se reúnen en el patio de la casa de Alfonso para bailar y cantar un
rato.
A las 12 del mediodía se levanta y se dirige a su habitación para disfrazarse. Luce un pantalón acampanado con volantes coloridos, capa, gafas oscuras y un sombrero blanco para distinguirse como el director, un rol que desempeña desde hace medio siglo.
Los otros integrantes de esta danza guerrera, además del pantalón, la capa y las gafas, usan un turbante repleto de flores y de espejos y se pintan la cara de blanco con círculos rojos en las mejillas. El disfraz, según Fontalvo, hace alusión a los esclavos africanos que en su tiempo libre usaban las capas pomposas de los reyes españoles para burlarse de ellos.
La gente que los ve bailar puede verse reflejada en los espejos que cada uno porta en el disfraz. Es un solo jolgorio, un disfrute colectivo: yo soy tú, tú eres yo, una sabrosura que palpita.
El bigote de Fontalvo es como un telón, es admirable ver su movimiento antes de escucharlo, cada palabra que expone en relación con su danza es melódica.
“Al bailar en la vía 40 estoy pendiente de los congos, que esté coordinado el grupo para que todo salga bien. Yo no cojo rabia porque mi danza tiene excelentes integrantes”.
Sobre sus sentimientos al bailar
ante miles de personas, es la felicidad la que lleva la bandera. Fontalvo se
considera un hombre que no tiene enemigos. Las multitudes son parte de su día a
día, pues no es solo en la vía 40 —escenario principal por el que desfilan las
danzas y comparsas del Carnaval de Barranquilla— donde se siente acogido, en la
terraza de su casa siempre hay gente que lo acompaña y en otros países se ha
quedado en los corazones de quienes lo conocen.
“Soy feliz. Estoy agradecido con
Dios por permitirme llegar a los 77 años de vida, y, aunque ya son bastantes,
todavía mamo gallo, me tomo mis
traguitos, río y trajino. Y cómo decir que no conozco la felicidad si he tenido
la oportunidad de recorrer varios países de Europa y América Latina para
representar a mi danza”.
En el barrio San Roque de Barranquilla
se ubica la casa de Alfonso —que también es la sede principal de esta danza
longeva— y allí llegan uno a uno los congos ya vestidos. Es una casa amarilla
atiborrada de fotos, afiches, certificados, menciones, trofeos y recortes de
periódicos; evidencias de la gozadera entre amigos, de una trayectoria que
enorgullecen a Barranquilla y a la región Caribe colombiana, de una huella
cultural difícil de borrar, de una nostalgia lúcida que ampara a la memoria.
Cuando están todos reunidos y completos en la sala de la casa de Alfonso es porque la vaina ya se formó. Ensayan un rato y después se suben emocionados al bus para dirigirse a la Vía 40 y gozarse el Carnaval de Barranquilla 2020.
Alfonso resume esa alegría con una
frase asombrosa: "El Carnaval de Barranquilla es bacano, pero no vaya a
creer que nada más quien lo vive es quien lo goza, el que lo vive se lo come
entero”.
Dicen que eternizar es riesgoso porque se marchita lo que se lleva en el corazón, porque se está llamando a gritos a la fugacidad, por eso la danza es casi eterna, digámoslo así para que no caiga en el peligro que advierte el augurio. Es imposible no hablar de la inmortalidad cuando se trata de una pasión que abraza los 142 años y que se ha conservado con respeto y fervor. Y la avaricia nunca ha sido una aliada, Alfonso lo tiene claro: “La ambición destruye la felicidad. Aquí no miramos el dinero, pensamos siempre en el porvenir de la danza”.
El reloj no ha podido acabar con esta danza. Sigue siendo una historia de largo aliento, de corazón apasionado, de pasos gallardos, de espíritu carnavalero inagotable y de gratitud y solidaridad para con sus antepasados y las nuevas generaciones. “A los jóvenes les digo que si quieren triunfar en esto deben apartarse del egoísmo y de la codicia”, dice.
Si David Sánchez Juliao, ese estupendo cuentista del Caribe colombiano, escribía para que la muerte no tuviera la última palabra, los congos danzan para que el tiempo no sea el artífice del ocaso de la tradición. Combaten con los pies al ritmo del tambor, de la guacharaca y de versos improvisados.
Ya llegó la fiesta
brava
El Torito empezó a
bramar
Por su lujo y por
su fama
La que alegra al Carnaval.
¡Ay!, tiempo, parece que la danza El Torito Ribeño no se va a cansar de embestirte.
***
Este trabajo fue publicado en la versión impresa del periódico colombiano El Espectador.
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