Ochenta años suspirando y caminando
Linda Esperanza Aragón | @lindaragonm
A mi abuela Ana Rosa, a sus casi 80 años, las piernas no le han fallado. Todavía no sé de dónde estoy sacando los cojones
para escribir sobre ella, para atreverme a describir su tesón, pasado y amor
ilimitados.
Está por cumplir 80 años —cuánta sabiduría
puede caber en ocho décadas—. Y yo ni sé si lograré
despuntar los 50. Esa señora está hecha de un material humano irrepetible,
uno que no se consigue ya. Por dentro y por fuera se deja querer mi abuela, la matrona, la lúcida, la perspicaz, la amorosa.
Es bonito acomodarse en su apacible compañía, conversar y escucharla. Me
satisface atender su respuesta cuando la llamo por teléfono:
—Abuela, ¿cómo
está?
—Caminando y
suspirando.
En esa contestación sí que cabe toda la esperanza del mundo.
Cada vez que la visito intento conocer detalles de su vida, de su época. Ella hace lo posible por contármela, por obsequiarme fragmentos
de aquellos tiempos. Admiro su habilidad para navegar en el ayer exorbitante y
traer a nuestro puerto —a
nuestros encuentros— episodios de sus vivencias.
Aunque ella sea de una época y yo sea de otra, ambas somos conscientes de
una cosa: en nosotras se entretejen Bomba y Barranquilla, dos raíces que reconocemos,
dos lugares del Caribe colombiano en los que transcurrieron nuestras infancias
y en los que sembramos añoranzas.
—¿Sabías que yo pasé mi infancia en Bomba,
Magdalena? —abuela pregunta mientras acaricia el arroz que va a preparar para
el almuerzo.
—¿De verdad? Abuela, yo pensaba que usted
había nacido en Heredia, Magdalena, pueblo vecino de Bomba.
—Sí. En Heredia también viví, pero cuando
me casé…
—Abuela, es mágico
que las dos hayamos vivido la infancia en el mismo pueblo. Yo nací en
Barranquilla, usted sabe, pero a los pocos días mis papás me llevaron a Bomba,
pues allá vivían ellos dos y de allá es la familia de mi papá. Luego me vine a
Barranquilla a estudiar...
—Así es, mija.
—Entonces usted
vivió en Bomba entre las décadas del 40 y del 50; y yo, entre el año 95 y los
primeros años del nuevo milenio.
—Épocas
diferentes. Cuando tú viviste en Bomba ya se habían muerto varios viejos que yo
conocí en mi infancia, las calles habían cambiado y la vida era otra. Yo conocí
a Bomba sin luz, no teníamos todavía televisores.
—¿Y en qué parte del
pueblo vivió?
—Al lado de la
casa en la que tú viviste, muy cerca de la ciénaga.
—¡No lo creo!
Abuela, esto es mágico. No lo imaginé jamás. Usted no sabe lo feliz que fui
viviendo en Bomba. Nadé millones de veces en esa ciénaga, vivía sumergida, no
quería salir de esas aguas.
—Pero a ti también
te gustaba venir de vacaciones a Barranquilla. Cuando llegabas te alegrabas.
Recordé los
deditos fritos de queso que le pedía a abuela apenas llegaba a su casa a pasar
las vacaciones de junio cada año. Ella me daba unas cuantas monedas y yo me iba
corriendo a la otra calle donde los vendían. Tampoco se escapan de mi paladar
el pollo guisado que preparaba ella, las sopas que llevaban todos los
bastimentos posibles —yuca, papa, mazorca, ñame, plátano, auyama—, los bollos
de queso y las lentejas suculentas.
Las vacaciones en
su casa eran una fiesta de sabores y una aventura llena de su cariño y
complicidad.
—Abuela, yo me
sentía como en el pueblo cuando venía a vacacionar en Barranquilla, en su casa.
No sé…, nunca la asumí como una ciudad grande.
—Sí. Aquí andabas
descalza y despelucada. A veces te escapabas y salías a caminar como si
conocieras las calles.
Abuela se levantó del
taburete y se fue a la cocina para guisar el pollo y cocer el arroz. En su
cocina siempre hay un radio sonando; en esta oportunidad, escuchaba unas
alabanzas. Al tiempo que revolvía el arroz, pregonaba: “Amén, amén”. Luego
volvió con un tazón lleno de verduras para picar y preparar la ensalada. Se
sentó y dijo:
—Yo no dejo que un hijo o nieto mío se vaya
de aquí con la barriga vacía. Cualquier cosa les brindo. Los recibo siempre con
amor y cariño. Se me abre el corazón cuando vienen a visitarme.
—De eso no hay duda, abuela. Por eso es
que a usted no le dura una bolsa de café de las grandes, se le acaba en una
semana.
—Ja, ja, ja… Sí, mija, es verdad. A todo
el que viene aquí le brindo un tinto o un plato de comida. Eso no se le niega a
nadie.
—Ay, abuela. Me
dio nostalgia recordar mis vacaciones aquí en su casa. Usted siempre fue
generosa y acogedora. Recuerdo también a mi abuelo Héctor con sus vinilos y su
enorme equipo de sonido, o como le llamamos acá en el Caribe: picó.
—Sí, tu abuelo,
que en paz descanse, llegó a tener más de seiscientos discos.
El abuelo murió hace más de diez años. Amó la música hasta el final de sus días. Lo vi bailar y cantar varias veces. Había días en los que alegraba la calle desde la mañana hasta la noche. A la que nunca he visto bailar ha sido a mi abuela Ana. Mi madre me dijo que la vio bailar un par de veces.
Aproveché nuestro
encuentro para preguntarle el porqué, y me contestó con estas palabras:
—Nunca me gustaron
la fiesta y el trago. Toda mi vida he sido sencilla, así como me ves: con mis faldas y vestidos, nada postizo y sin maquillaje. A mí me gusta
conversar y hacer buenas amistades.
—Siendo mi abuelo
un bailador empedernido, ¿cómo se entendían en ese asunto? Yo vi una sola foto
en la que salen bailando en la sala.
—Sí, eso fue hace
años. Muy poco bailamos…
—¿Cómo se
conocieron? O, mejor, empecemos por el principio... Después me cuenta cómo se
conocieron mi abuelo y usted. ¿Qué me dice de su infancia en Bomba?
—¿Sabes cuándo nací yo? En un noviembre de 1945. Éramos 9 hermanos, pero ya quedé solita,
todos ellos han muerto…
—¿Y sus padres?
—Allá en Bomba mi mamá hacía toda clase de bollos. Nosotros la ayudábamos a
pilar y a moler. Mi papá también era trabajador: hacía cercas en fincas. Para
donde lo llamaran él se iba, viajaba mucho por los pueblos. Y precisamente tu
abuelo Héctor llegó a conocerme cuando mi papá estaba de viaje, por eso se
demoró en pedir mi mano.
—¿Cómo fue eso?
—Tu abuelo Héctor fue a Bomba a un velorio, era frente a mi casa. Él era
pescador y pescaba en el río Magdalena y en la ciénaga de Zapayán que rodea a
Bomba. Él recorría todo eso y conocía a gente del pueblo. Tú sabes que el río y
la ciénaga están pegados.
—Por supuesto. A
mí me encanta volver a Bomba es por el recorrido que hace la lancha en el río
Magdalena y la ciénaga de Zapayán.
—A las seis de la tarde me puse un vestido marrón que tenía caracoles. Mi
cabello era largo, y me hice dos gajos con una cinta. No es por nada, pero yo
era simpática. Si en esa época hubiese existido un fotógrafo en el pueblo yo
tendría mi retrato de cuando era joven…
—Y lo sigue siendo. Es más, cuando me dé la oportunidad, le prometo que le haré un retrato, aunque sé que usted es algo tímida para las fotos. Con un retrato me conformo.
—Bueno. Un día de
estos.
—¡Bien! Retomemos
la historia…
—Entonces esa
tarde Héctor me vio y preguntó por mí. Le dijeron que yo era
una muchacha seria, trabajadora y que era hija de un hombre correcto.
—Seguro mi abuelo Héctor
quedó asustado. Usted ha sido una mujer aplomada a la que no le gusta
perder el tiempo.
—Ese mismo día, a las once de la noche yo seguía despierta con unas amigas
echando cuento. Una de ellas preguntó que con quién me quería casar, yo le dije
que el día que me casara pondría la vista en uno que fuese de la orilla del río
pa ver, aunque sea, el agua correr.
—¡Caramba! ¿Y esa
frase de dónde la sacó?
—Se me vino a la
mente, ja, ja, ja. Héctor alcanzó a oírla. Quedó
inquieto. Al día siguiente se acercó a una de mis hermanas, María, y le dijo
que estaba loco por mí.
—¿Y se vieron a
escondidas?
—No. Héctor se fue del pueblo por un tiempo a seguir con la pesca y después
regresó...
—¿Qué pasó cuando
regresó?
—Mercedes, otra hermana mía, tenía una venta de fritos y rapaos en la orilla
de la ciénaga de Zapayán, le compraban los pescadores que venían de pescar del
río Magdalena y de pueblos vecinos. Yo le ayudaba a vender. Esa ciénaga se
llenaba de puras canoas. Era la época de la buena pesca, cogían buen pescado.
También había lanchas llenas de puro hielo.
—Entonces mi
abuelo llegó allí a comprarles…
—Sí. Y la primera vez que Héctor llegó a mi casa fue una noche. Recuerdo que se
sentó y se fumó un cigarrillo. Mi papá estaba en La Guajira trabajando, así que
no pudo pedir mi mano. Fue varias noches, pero mi papá no regresaba. Dejó de ir
por un buen rato. Después regresó y se logró encontrar con mi papá, pero lo
echó. Fue mi mamá quien se acercó a Héctor y le dijo que me siguiera
pretendiendo. Mi mamá me apoyaba, y le dijo que me escribiera cartas.
—¿Y le mandaba
cartas?
—Sí, me las
mandaba. Y después de dos años volvió a aparecer para pedir la mano.
Nos casamos en Bomba. Fue una fiesta grande que duró dos días. Nos fuimos a
vivir a Heredia, el pueblo natal de Héctor que queda a orillas del río
Magdalena.
—Se le cumplió
aquella frase que les dijo a sus amigas.
—Quién lo iba a
pensar… Tuvimos siete hijos: cinco mujeres y dos hombres. Tu
mamá, Nora, fue mi primera hija.
—¡Tremendo,
abuela! ¿Cómo se adaptó en Heredia? ¿Cómo hacían para sostenerse?
—Madrugaba todos
los días. Hacía y vendía bollos de limpio, de
batata, de mazorca, de guineo; cocadas de guayaba y de guineo verde, dulce de
caballito... También vendía naranjas. Mis primeras hijas me ayudaron. Vendíamos
todo gracias a Dios.
—¿Dónde vivían en Heredia?
—Primero vivimos
en la casa de la mamá de Héctor. Él dejó la pesca y se fue a trabajar unos
meses a Venezuela, después, cuando volvió a Heredia, compró un solar donde
hicimos la casa y compró una pequeña finca con el dinero que logró ahorrar.
—Entonces a usted
le tocó en esa temporada quedarse sola con los hijos.
—Sí, mija. Yo sostenía a mi familia con lo que ganaba de las ventas de los bollos y
demás… Cuando Héctor volvió se dedicó al campo, a sembrar en la finquita. Traía
guineos, guayabas, naranjas, maíz, yuca...
Abuela volvió a levantarse para servir el arroz, el pollo y la
ensalada fresca. Logré ver que se le aguaron los ojos. Quiso disimularlo
diciendo:
—Casi se quema la
comida por estar hablando tanto, ja, ja, ja.
Me ofrecí a ayudarla en la cocina, pero me lanzó un rotundo no. Reiteró que
yo era una visita especial y que ella me quería consentir. Desde el patio,
donde estábamos conversando, podía verla de pies a cabeza: ya no era aquella
señora robusta de cabello liso y negro que me recibía en su casa en la
temporada de vacaciones. Ahora se encontraba delgada y con su cabello níveo, el
cual le volvió a salir hace poco. Se le cayó debido a las quimioterapias. Le
detectaron cáncer de mama en 2022.
—Abuela, ¿cómo va
su salud?
—Ya dejaron de
hacerme las quimioterapias. Ahora estoy tomando medicamentos. Me siento mejor. Suspirando
y caminando, tú sabes —respondió desde la cocina.
—¡Qué vitalidad!
¿De dónde saca tanta fuerza?
—No me voy a tirar
en una cama por lo que me diga el médico. Nunca he amanecido renegando y le doy
gracias a Dios. Me siento orgullosa de tener una familia que me adora, aprecia
y quiere. No tengo quejas de mis catorce nietos, ni de mis cinco bisnietos, ni
de mis siete hijos.
Siempre lleva las cuentas claras sobre los miembros de la familia. Y cuando
alguien va a viajar le gusta que le informen para “alzar las manos al cielo”,
como dice ella. Suelo avisarle, a veces se me olvida, pero cuando le informo,
me dice: “Mija, que te vaya bien. Te pongo en manos de Dios para que cuide tus
cuatro costados”. No soy muy creyente, pero sus palabras saben regalarme calma.
Pienso en su frase y evoco luego una estrofa —con la que me identifico— de la canción Canto
de la abuela, de Pablo Milanés, a quien su abuela le regaló un cántico de
amor sobre el Todopoderoso, la esperanza del alma, la bondad y el pan:
Hoy me recuerdo, abuela, pequeñito
Descubriendo tu voz y tu ternura
Y aunque solo en el hombre crea, admito
Que tu canto creció con mi estatura
Regresó al patio con los platos humeantes para almorzar juntas. Comenzamos
a comer. ¡Ah!, probar ese pollo guisado fue un viaje seguro a la infancia. Y al
ver mi cara de felicidad mi abuela se enteró de ese viaje. Estaba alegre.
—Usted siempre fue
el pilar de la casa —retomé la conversación.
—Sí. En Heredia llevé las riendas y sostuve a mi familia. Es que desde que
estaba en mi casa de Bomba me gustó trabajar, ahorrar y ser independiente.
—Admirable,
abuela.
—Recuerdo que cuando vivía en Bomba mi papá me traía del monte medio saquito
de maíz. Yo lo pilaba y mi mamá me lo venteaba. Y en la noche salía a vender
bolas de masa de maíz. Hasta me encargaban. Lo que ganaba lo iba echando en un potecito.
Después compraba telas y me mandaba a hacer mis vestiditos con la modista del
pueblo.
—Echada pa’lante
desde Bomba... Y no solo en Heredia llevó las riendas de la casa, sino
también en Barranquilla. ¿Por qué se fueron a Barranquilla?
—Después de
Heredia nos fuimos a Barranquilla en 1979 porque yo me enfermé, tenía un
fuerte agotamiento. Y me quedé en Barranquilla hasta el sol de hoy. Aquí me
recibió una de mis hermanas que ya tenía su casa en el barrio La Chinita. Los
primeros días, mientras me tomaba los medicamentos, me puse a vender aguacates,
ciruelas y mangos en la terraza de su casa.
—¿Por cuánto tiempo vendió en la casa de su hermana?
—Unas semanas. Después de que me curé comencé a vender pescado. Llenaba una ponchera de
bocachicos, mojarras y lisas. Me la ponía en la cabeza y salía por las calles a
venderlos. Era tan pesada que dos personas tenían que ayudarme a alzarla para
ponérmela en la cabeza.
—¡Qué fuerza!
Abuela, ¿y se fueron a vivir todos a la casa de su hermana?
—Mis hijos menores
se quedaron en Heredia y los cuidaba Nora, tu mamá, que era la hermana mayor.
Allá también se había quedado Héctor.
—Poco a poco se
vinieron a Barranquilla.
—Sí. Con un dinero que Héctor tenía ahorrado y con los ahorros de otra de mis
hijas mayores, Rosibel, que se vino conmigo a Barranquilla, compraron una casa
también en el barrio La Chinita para vivir todos: mis siete hijos, Héctor y yo.
La casa no estaba terminada, había que hacerle arreglos.
—Juntos otra vez.
—Y te puedo decir que aquí en Barranquilla nunca pasamos hambre, jamás nos
faltó un bocado. Yo no solo escogía los mejores pescados para venderles a los
clientes, también escogía los mejores para mi familia.
—¿Dónde conseguía los pescados?
—Por la Intendencia, sabes que queda en el
centro de Barranquilla. Allá vendían frutas, verduras y pescados frescos.
Vendían de todo.
—Abuela, ¿y cómo hacía para transportarse de La Chinita a la Intendencia?
—Me iba a la Intendencia en un bus chiquito que llamábamos “Rebolito”. Y de
la Intendencia, ya con mi ponchera llena, me iba caminando a otra parte del centro,
del mercado, llamada El Boliche y ahí cogía otro bus. Después de bajarme de ese
bus comenzaba a caminar con mi ponchera en la cabeza los barrios Las Nieves y
Rebolo, que quedan cerca de La Chinita, y vendía mis pescados.
—Caminaba bastante.
—Mija, desde las 7 de la mañana hasta casi el mediodía era mi jornada diaria
de trabajo. Yo vendía todos los pescados y regresaba a mi casa con la ponchera
vacía y con la alegría de salir al día siguiente a vender otra vez.
—Fue una excelente
vendedora, una gran negociante.
—Sí, mija. También intercambiaba con otras vendedoras. Había una señora que vendía
vísceras, entonces yo le daba pescados y ella me daba hígado, corazón, bofe...
Intercambié también con otra señora que vendía carne y con otra que vendía
queso.
—Me imagino que
también les fiaba a sus clientes más fieles.
—¡Claro! Había clientes que no podían pagarme los pescados en seguida, entonces yo les decía que me los pagaran en la quincena. Todos me cumplían. Logré ahorrar bastante, hasta hice alcancías de setecientos mil pesos. No soy una mujer letrada ni estudiada, pero salí adelante.
—Abuela, ¿qué anécdota recuerda usted durante esos años vendiendo pescados?
—Una vez unos
señores me dijeron: señora, tan bonita que es usted
para que ande con esa ponchera, no le luce. Y yo les dije: esta ponchera sí me
luce porque es trabajo honrado. Se quedaron callados.
—Ay, abuela, los
hombres…
—Y seguí con mi
trabajo. Fueron 25 años alzándome la ponchera en la cabeza y tirando
pata en Barranquilla.
—Insisto, abuela, usted siempre fue el motor de la familia. ¡Qué perrenque
el suyo!
—Y así lo hice hasta que mis hijos se hicieron mayores y cada uno cogió su
camino. A mis hijos los enseñé a ser independientes y a conseguir con el sudor
de su frente el pan de cada día. Había fines de semana en los que me los
llevaba al mercado para que lo conocieran y me ayudaran a vender pescado. Ellos
allá también comían sabroso: arroz de lisa, patacones, agua de arroz, avena…
—Usted los mantuvo conectados al mercado, el verdadero corazón
de Barranquilla. Mi mamá conoce el mercado de pe a pa. Una vez me contó que, en
época de carnavales, ella debía ir al mercado a buscar queso. Y, casualmente,
cuando mi mamá iba pasando por el Paseo Bolívar, que queda cerca de la
Intendencia, vio a Irene Martínez cantando. Se quedó embelesada viéndola y se
le hizo tarde. Cuando regresó a la casa dijo que el señor que le iba a entregar
el queso no había abierto el negocio. Mi abuelo se creyó el cuento.
—¡Fíjate!, eso no
lo sabía yo, ja, ja, ja.
—¡Bueno!, ya se enteró, ja, ja, ja. No sé por qué mi mamá no le contó esa anécdota. Espero que no me mate, ja, ja, ja.
—Mis hijos saben todo lo que yo luché para darles lo mejor del mundo: sus estudios y su comida. Ellos me quieren y me aprecian. Saben que yo fui quien los sacó adelante. Han sido agradecidos conmigo. Ahora son mis hijos y mis nietos los que me apoyan, no me dejan sola nunca.
—Varias personas
que la conocen me recalcan lo buena persona que es usted. Es lo primero que dicen.
—Uno tiene que ser
humilde y cariñoso con las personas. Desde que Dios me echó al mundo he sido
así. Esta señora no cambia, y así iré a morir yo: con una sonrisa en la boca,
ja, ja, ja...
Esta conversación la
tuvimos días después de la Semana Santa. Y era de esperarse: la abuela reservó
para el final —como para cerrar con broche de oro nuestro encuentro— el clásico
dulce de guineo maduro con coco que prepara cada año en un caldero gigante. No
falla. Aunque sus hijos le prohíban estar metida en la cocina para que no se
agote, no deja de cocinar.
—Tu mamá me dijo que ya no comías azúcar,
pero no le paré bolas, una vez al año…
—No hace daño. ¡Abuela!, este es
el dulce más sabroso del mundo. Siempre es exquisito.
—Cuando venga Linda la sorpresa que le voy a dar es el dulce, eso pensé.
—Y lo logró,
abuela, lo logró.
Me sorprendió, además, el entusiasmo y el orgullo con el que relata su
tránsito por la vida, una vida más pesada que aquella ponchera atiborrada de pescados
que llevó con equilibrio, esperanza, generosidad y vigor inalterables en medio
de las luchas y las durezas del mundo.
El tiempo se lleva lo que desea, pero jamás podrá con el amor, la
admiración y el respeto que le tenemos en la familia. Abuela Ana Rosa habitó
desde muy joven el universo incierto del rebusque para conseguir el pan
y sobrevivir, con su par de piernas firmes y el sudor diario. Se defendió en
una ciudad grande, lejos del pueblo y de la ciénaga que la vieron crecer.
Su cariño dulce, justo como el de guineo maduro con coco, sigue siendo el
mismo de las vacaciones divertidas de la infancia que pasé en su casa abierta
de par en par. Un cariño que acapara mis cuatro costados, mi sustancia, mi
tuétano.
Celebro desde ya sus ochenta años abrazándola, atreviéndome a retratarla —por fortuna, me
dio la oportunidad—, viajando a su memoria y
suspirando con ella.
Milanés, ayúdame con tu canto a celebrar la vida de Ana
Rosa:
Dame un baño de dulzura
Invítame a caminar
Junto a tu huella inmortal
Y límpiame de amargura
***
Este trabajo fue publicado en la revista
cubana de periodismo narrativo independiente El Estornudo.









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