Relatos cortos para reparar el latir
Linda Esperanza Aragón | @lindaragonm
Cada
una de estas historias cayó en mi vida durante algunos recorridos por el Caribe
colombiano. No las busqué. Son anécdotas que vinieron desde lo húmedo, lo
intrincado, lo cándido, lo dulce, lo virtuoso, lo cítrico. Palabras e imágenes andantes
que alguna vez repararon mi latir estropeado para aprender a leer la esperanza
y a mirar a los ojos.
Filia salada
Cada semana deseaban que llegara rápido el sábado para encontrarse y jugar con el mar y saltar desde el muelle. Esperaban las grandes olas y se lanzaban sobre ellas. Querían estirar el tiempo para que no se agotaran las mañanas sabatinas. Cada salto era como un viaje, a veces planeado, a veces apresurado. Cuando asomaban sus cabecitas parecía que volvían a nacer. Y las palmeras danzantes y los niños que se gozaban el viaje de los chapuzones eran el ánimo de la playa. Salían empapados, corrían por la orilla para volver al muelle y saltar mil veces más. Nacer mil veces más.
Un
señor, que leía el periódico sentado debajo de una infinita palmera, le
preguntó a uno de los niños que si ya no estaban cansados de tanto saltar. El
niño le respondió:
—Yo no me aburro ni me canso porque confío en los abrazos del mar.
Eso
no se encubre
Pasó un muchacho y vio una viejita de casi 80 años
que vendía pescados en el mercado. La miró durante un par de minutos. No
aguantó la curiosidad y se le acercó para hacerle una pregunta:
—Oiga, ¡qué energía tiene usted para
estar aquí de pie vendiendo los pescados! ¿Dónde esconde la vejez?
—Yo no la escondo porque no la conozco. No
sé lo que es eso —respondió la señora.
***
Las cosas como son
En los mercados de mi Caribe colombiano es donde escucho las cosas como son. No hay vendedores armados de eufemismos para convencernos y empujarnos a comprar. Todo se pregona con ahínco y sin rodeos.
No prometen que los limones son grandes y jugosos, prefieren decir: “Se venden limones llorones”. No pregonan que el aguacate es cremoso, mejor anuncian: “Te tengo el aguacate que parece una mantequilla”. Y si venden alegrías, no dicen que son las mejores del Caribe, pregonan: “¡Aléeeeegrense!”.
No dudo, me convencen; presto atención a cada palabra y consigo las imágenes mentales de los productos ofrecidos. ¡Ah!, y no aseguran que el veneno para ratas es efectivo, gritan a los cuatro vientos: “Lleve el sicario pa las ratas”.
Y
ya dejo hasta aquí el relato porque —en medio de este calor de incendio— me voy
al mercado de Barranquilla por un coco frío. Me dijeron que los cocos de allí
son más fríos que un matrimonio que le perdió la fe al ‘mañanero’.
Suerte revuelta, hervida, estrellada o a la cacerola
Rosa se fue al puerto a buscar pescados para el desayuno. Se acercó a uno de los pescadores que acababan de llegar a la orilla y le dijo que, por favor, le fiara dos bocachicos. El pescador se negó y reiteró que no podía fiarle, que necesitaba la plata en la mano. Él, como vivía en el mismo pueblo, sabía que Rosa criaba gallinas en su patio, entonces le sugirió que desayunara huevos. Rosa le contestó:
—No puedo. Los acabo de vender para comprarme un numerito de lotería.
El retorno del jornalero
El
jornalero no lleva reloj, eso sería recordar que el tiempo es traicionero. Lo
que no deja es el radio para saber si, por casualidad, alguien ha cantado las
vivencias que los años no han desclavado de su memoria.
El polvo, testimonio del trajín. El
sombrero es el techo confidencial de la retahíla de historias y recuerdos que
lleva en la cabeza el hombre.
Además de la hierba: la leña, la
leche, el sudor y el burro, el panorama y el agotamiento lo acompañan en medio de soles templados o de
cielos plomizos.
El jornalero sabe que en casa el
pecho descansa. Y cuando
al fin se acerca al pueblo es cuando menos quiere pensar en el mañana, porque
el hoy todavía pesa.
Los días en que no lleva el radio —porque está descompuesto— y no hay música, es el incesante anhelo de retornar a casa lo que canta. La melodía la hace el jornalero silbando.
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