Linda Esperanza Aragón | @lindaragonm
No se me olvida esta frase certera que
escribió Juan Gossaín en La balada de
María Abdala: “No estoy solo porque en esta tierra bendita están mi cielo y
mi luz; este pueblo perdido en los remiendos del planeta es el nido que me
correspondió en el reparto del mundo”. Palabras que son compañía cuando camino
y miro las entrañas del Caribe colombiano con el rectángulo en la mano, lápiz y
papel. En cada viaje lo cotidiano se deja narrar. Muchas veces las personas de
poblaciones recónditas cuando me ven con la cámara gritan desde las esquinas,
calles y terrazas: “Sácanos una foto pa’ salir en el periódico o en
Telecaribe”. Son luz, son relatos vivos.
No me canso de narrar con letras y luz eso
que me rodea. Me pasa lo que a Petrona Martínez: “Si yo me caigo y me
descompongo un pie de ahí puede salir una canción”. Camino, tropiezo, levanto
el rostro y ahí aparece una escena tentadora: obturo. Hasta donde alcanza la
vista las calles —a veces húmedas, a veces polvorientas— están repletas de las sombras de las casas, de los árboles y de la gente
que anda. Camino y me siento perseguida por las conversaciones de la gente en
las esquinas. Les tomo una foto. Trato de no ser percibida para no destrozar la
naturalidad de la escena. Ese relato cotidiano escrito con luz sé que no me
produce una satisfacción instantánea, es perenne.

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Desde
niña amaba ver una y otra vez los álbumes familiares. Cuando me cansaba de
jugar, retornaba a las fotografías, las acariciaba y trataba de distinguir
quién era cada persona. Me sacudían. Creo en la frase de Carlos Ruiz Zafón:
“Ciertas imágenes de la infancia se quedan grabadas en el álbum de la mente
como fotografías, como escenarios a los que, no importa el tiempo que pase, uno
siempre vuelve y recuerda”. Mi ojo está gobernado por los recuerdos de una
niñez de agua, una niñez térrea. Anfibia al fin. Correr sin miedo es la gran
ventaja de crecer en un pueblo, tal vez es por eso que mis ganas de caminar no
escampan. Y para que no se conviertan en recuerdos extinguidos vivo
persiguiendo las escenas de una infancia rodeada de campesinos, pescadores,
lavanderas, casas con las ventanas abiertas y escenarios de agua donde se
conversa sobre la vida cotidiana.
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Antes
de contar el mundo, deseo narrar mis raíces, mi lugar de origen. “Escribe
sobre lo que conoces”, manifestó Hemingway. Entonces, ¿qué es lo que tengo
cerca y lo que conozco? El Caribe colombiano. Lo llevo por dentro. Crece en mí.
Lo
que se ha dicho sobre el Caribe colombiano es inconmensurable: hay poesía,
relatos, canciones, pinturas, fotografías y un mundo de historias más. ¿Cómo no
contar lo que me vio nacer? ¿Cómo no inspirarme con los relatos que han contado
sobre él?
Gabriel
García Márquez dijo alguna vez: “En este continente de la América Latina hay un
país que no es de tierra, sino de agua, que es el mar Caribe”. Meira Delmar
tampoco pudo contenerse: le dio corazón al mar cuando escribió que este poseía
pétalos de sal y voz de colores. Me he dejado llevar por el rumor del mar
y la tradición oral; me asomo a los mundos caribeños para clavar mis ojos en
ellos, para darle una salida digna a mi deseo de relatarlos con luz natural.
Cada noche me digo: amanecerá y nos veremos. Cada día nacen apuntes viajeros
escritos con la claridad y las palabras que acompañan.
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Es en
este territorio donde Leo Matiz nos dejó en la memoria la fotografía del
pescador arrojando la atarraya. Es en este suelo donde Alejandro Durán declaró
con notas afinadas que si se moría le llevaran su pedazo de acordeón porque
allí tenía la alegría y el alma. Es en esta tierra donde Petrona Martínez
relató sus penas alegres y anunció que la vida valía la pena, aunque la vaina
estuviera maluca. Es en esta región donde Joe Arroyo dejó claro que en
Barranquilla se quedaba. Es en este terruño donde encontramos los contrastes
más cautivadores del mundo: los vendedores no dicen que los limones están
jugosos, dicen: “Limones llorooooones”; y las palenqueras no pregonan que
compremos las alegrías, pregonan: “¡Aléeeeegrense!”.
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Cada una de estas
letras e imágenes que no cesan, dedicatorias macondianas que esperan el viento,
amores regados en el camino y nostalgias deshojadas son, al fin y al cabo,
voces veteranas que se convirtieron en leyendas que acompañan tanto al que se
quedó en el Caribe colombiano como al que se fue. Yo me quedé. De agua dulce, de agua salada, de barro y de
cumbia están hechas mis ganas de seguir andando, a veces cambiando de camino y
otras cambiando de ojos. Siempre usando focales cortos: me acerco con los pies,
por eso llevo buenos zapatos, así lo recomendó Josef Koudelka.


En El olor de la guayaba Gabo también dice: “El Caribe solo podría
ser pintado con azules y verdes intensos”, pero a mí el Caribe supo abrazarme
en medio del blanco y negro. Decidí prestarles atención a los momentos
cotidianos y no tanto a los dramáticos y visibilizar sus caras, costumbres,
miradas tímidas y animosas, pueblos y ciudades para tratar de quitarle al
olvido lo que se quiere llevar, poner ventanas donde hay muros, descifrar dónde
tengo los pies puestos y de relatar las esperanzas de la gente. Y si me piden
que —siendo el Caribe un territorio tan colorido— explique por qué me atrevo a
narrarlo en blanco y negro, responderé lo mismo que Helen Levitt cuando le
preguntaron qué significaban sus fotografías: “Lo que ves es lo que hay”.
***
Este trabajo fue publicado en la revista cubana independiente de periodismo narrativo El
Estornudo y en la revista colombiana Cartel Urbano.
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